Cuando llegamos a lo que quedaba de su casa, Andrew Hunter y yo vimos el gato muerto. Parecía dormir sobre el piso de madera de lo que era la terraza de su hogar en la pequeña isla caribeña de St. John, hasta el impacto demoledor de los huracanes Irma y María en septiembre.
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Andrew buscó unos guantes de plástico entre lo que quedaba de su cocina para tocar el gato y evitar el riesgo de infecciones. Lo envolvió en un pedazo de toalla azul y lo botó por el balcón hacia la turbada vegetación diciéndole al cadáver, casi que de manera ceremonial: "Lo siento, amigo, en este momento no tengo más salida que lanzarte por aquí abajo".
Y sí, tiene razón. Las opciones de los isleños para resolver ciertas cosas que antes de la llegada de los huracanes eran fáciles, ahora implican mucha dificultad.
Andrew y su esposa Marilyn Hunter son dos de las 1.000 personas —de los 5.000 habitantes usuales— que no se han ido de St. John.
Como otros locales, generosamente compartieron conmigo sus historias sobre lo que les dejaron Irma y María, en mi reciente visita a las Islas Vírgenes de Estados Unidos, donde la electricidad es todavía la gran ausente.