Albert, un niño risueño de 6 años, es un exiliado en su propia casa, la número 727-A de la calle Cojedes del asentamiento petrolero Campo Alegría en Lagunillas, uno de los municipios más ricos en reservas y explotación de hidrocarburos de Venezuela.
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Su cuarto de colores alegres dejó de ser suyo hace dos años. Los suelos de su antigua habitación y de un anexo no dejan de hundirse. Sus paredes se quiebran.
Una hendidura se bifurca desordenadamente a sus espaldas mientras ve, absorto, una serie animada en la televisión el primer viernes de noviembre.
No hay día en el que el pequeño no exprese pavor.
"¿Qué sonó?", le pregunta sobresaltado a Gaye, su madre, siempre que las paredes crujen. El traquido y su duda son cada vez más frecuentes.
Las grietas emanan de esos espacios de acceso prohibido hasta abrazar muros, vigas, pisos. Las fisuras se multiplican cual virus dentro de huésped sin defensas. Rompen bloques de cemento y dinteles de puertas. Ya ocupan tres de las cuatro piezas de la residencia de los Chirinos.
Su hogar puede desplomarse en cualquier segundo.