Llega en su moto, con su chaqueta violeta y pinta punkera, como le dicen acá. Es amable, articulada, sensible.
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Su hablar va y viene: un viaje en zigzag, con vueltas en círculos, que a veces parece no avanzar. Pero avanza. Y tiene mucho para contar, tiene claro lo que quiere decir.
Se llama Diana Fonseca. Tiene 32 años, unos diez como consumidora de inyectables, especialmente heroína.
El consumo comenzó en España, donde vivió unos años.
"Con la heroína empecé porque un noviecito que yo tenía se fue a trabajar en verano con los papás que tenían una gasolinera y me llevó donde sus amigos y me dijo: ‘Diana, va a haber muchas drogas, por favor no pidas ni recibas nada’. Pero, pues ¡a quién le dice! Yo fui la que quise y yo fui la que la probé, yo fui la que busqué.".
Diana se frena. Mira la grabadora.
—¿Sí está grabando? -susurra.
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—Tranquila, sí, sí, sí- le respondo.
—¿No quieres revisar? -quiere estar segura de que sus palabras están quedando registradas.
—No, no, no.
Se conforma, creo. Seguimos.
"La primera impresión fue de somnolencia, como estar adormilada todo el tiempo, no me gustó la experiencia".
Se detiene otra vez.