Mi camiseta de la selección peruana está empapada y ya no sé si son mis lágrimas o las lágrimas de todos los que vinieron a abrazarme.
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"¡Estamos en el Mundial, carajo!", gritan a mi lado. O quizá soy yo el que está gritando.
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Qué más da. Los aullidos y los cantos de la multitud que ha tomado las calles de mi barrio son finalmente los ecos de una misma explosión que los peruanos llevamos atravesada en la garganta por demasiado tiempo.
Por 36 años.
No hubo una fiesta así desde el 6 de setiembre de 1981, cuando Perú clasificó por última vez a un Mundial, luego de empatarle a Uruguay en Lima.
Yo nací un mes después.
Desde entonces, el parque Kennedy, en el distrito de Miraflores, el epicentro limeño de nuestras poquísimas celebraciones deportivas, comenzó a poblarse de gatos en busca de un ambiente sin sobresaltos.
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Pero esta noche no hay gatos.
Encaramados sobre árboles que no existían durante la última celebración, varios jóvenes rebolean sus camisetas entre las ramas.
"Esta es tu hinchada y no te deja, no te deja de alentar", corean mientras un bombo les marca el ritmo.
La policía los ve y pasa sonriendo. Esta noche, el uniforme de mayor autoridad es la camiseta blanca con una franja roja cruzando el pecho.
Se han vendido tantas durante las últimas semanas que el Banco Central de Reserva del Perú calcula que han tenido un impacto medible en la economía del país: el 23% de las empresas del sector comercial han aumentado su facturación.