La primera vez que visité una panadería en Buenos Aires pensé que mis oídos me engañaban. Alrededor mío los porteños pedían sus pasteles favoritos para comer con su café matinal. Pero no podía creer lo que decían: ¿acaso esa persona acaba de pedir seis bolas de fraile y media docena de cañoncitos?
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Los buñuelos recubiertos de azúcar, conocidos como «bolas de fraile«, y los conos de hojaldre rellenos de dulce de leche, llamados «cañoncitos«, son solo dos ejemplos de los nombres raros que tienen las llamadas «facturas» (pasteles) en Argentina.
También hay «bombas» -algo similar a un profiterol- y «libritos» -una masa plegada de manera tal que parece un texto de lectura-.
Pero mientras que los pasteles son definitivamente dulces, el origen de sus nombres es más siniestro: a finales del 1800 un sindicato de pasteleros anarquistas usó sus creaciones para hacer propaganda.
«La mayoría de los argentinos no conoce el significado de las facturas y por qué se llaman así. Creen que simplemente son nombres divertidos, creados en broma», afirma Vicente Campana, pastelero y profesor en la Universidad Nacional de Entre Ríos.
«Pero en realidad fueron los anarquistas -que eran antigobierno, antipolicía, antiiglesia– quienes les dieron esos nombres para llamar la atención sobre sus tendencias políticas».
La leyenda de la medialuna
La blasfemia y la gastronomía han ido de la mano hace mucho tiempo.
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Cuenta una leyenda que a comienzos del siglo XVI, durante el ataque otomano a Viena, los austríacos crearon un pastel de hojaldre con forma de media luna, similar a un croissant, en referencia a la media luna y la estrella que son un conocido símbolo del islam.
Según esta leyenda los austríacos comían estas medias lunas frente a los soldados turcos como forma de blasfemar a sus invasores. Siglos más tarde estos pasteles llegaron a Sudamérica. En Argentina se los conoce como mediaslunas y se venden con una gruesa capa de almíbar encima.
Incluso el término «factura» tiene su connotación. La palabra viene del latín facere, que significa hacer o crear, aunque en español actual significa un recibo.
Y Argentina es el único país que llama a sus pasteles «facturas», pues el gremio de pasteleros usó la palabra como forma ingeniosa de llamar la atención sobre el valor de su trabajo.
Mientras me senté remojando mi medialuna en mi café con leche los clientes inundaron el mostrador. Apenas se vaciaban las fuentes de pasteles aparecía una nueva tanda y cada vez que se abría la puerta de la cocina se podía escuchar el repiqueteo de las cacerolas y las sartenes.
No imagino que fuera muy diferente en las panaderías del siglo XIX pero en ese entonces los panaderos eran ciudadanos de clase trabajadora que se sentían poco valorados.
Épocas turbulentas
Tras declarar su independencia de España en 1816 la escena política de Argentina era turbulenta: había una guerra civil entre unitarios y federales y las amenazas de invasiones extranjeras eran frecuentes.
En 1853, tras 37 largos años de desorden, el país adoptó su primera constitución. Eso trajo una relativa paz que permitió que Buenos Aires creciera exponencialmente, convirtiéndose en un centro mundial de negocios.
Sin embargo entre las clases bajas y medias crecía el resentimiento hacia el gobierno. La nueva constitución no había logrado prevenir el fraude electoral y muchos ciudadanos consideraban a sus líderes corruptos. Además, la inflación era una seria amenaza para la economía y la vida de los trabajadores.
A la vez, las escuelas de pensamiento anarquista y comunista se expandían por Europa, con demandas de mayores derechos para los trabajadores.
A lo largo del siglo XIX Buenos Aires recibió enormes cantidades de inmigrantes europeos, predominantemente de España e Italia, que buscaban una nueva vida. Ellos traían consigo el ideal de una sociedad libre de la autoridad soberana, militar o religiosa, donde todos fueran tratados por igual.
Uno de estos anarquistas era un italiano llamado Errico Malatesta, cuyas acciones antigobierno en su país de origen incluían escribir publicaciones socialistas y organizar marchas anarquistas.
Luego de que sus actividades revolucionarias le valieran una sentencia a prisión huyó de Europa escondido en un contenedor que llevaba una máquina de coser con destino a Sudamérica.
Llegó a Buenos Aires en 1885 y rápidamente se asoció con otros anarquistas europeos, incluyendo a su connacional Ettore Mattei quien acababa de organizar un sindicato para los pasteleros de la ciudad, ya que ¿qué rol podía ser más importante en una sociedad que el de las personas que proveen el pan diario?
Pasteles anarquistas
Dos años más tarde, en 1887, la Sociedad Cosmopolita de Resistencia y Colocación de Obreros Panaderos convocó a una huelga, cerrando las panaderías de la ciudad por más de una semana.
Como parte de ese movimiento los miembros del gremio renombraron sus pasteles con apodos que injuriaban al gobierno, a los militares y a la Iglesia, las instituciones que según los anarquistas coartaban la libertad individual.
¿Qué mejor forma de llamar la atención sobre una causa que cambiando los nombres de algo que los ciudadanos comen todos los días?
En los años que siguieron hubo paros en muchas industrias, desde los carpinteros hasta los mecánicos y los zapateros, y Malatesta estuvo al frente de las protestas.
Dejó Buenos Aires en 1889 pero su legado de inspirar a los trabajadores a reclamar por sus derechos perduró por mucho tiempo y el movimiento anarquista creció en Argentina a lo largo del siglo XX.
Hoy en panaderías de todo el país aún hay «suspiros de monja» rellenos de dulce de leche al lado de «vigilantes» (pasteles que se asemejan al bastón de un policía). Puedes llamarlos bombas de crema, profiteroles o croissants pero la mayoría de los argentinos sigue usando los nombres más irreverentes.
Ahora cuando visito mi panadería favorita y pido una bolsa llena de bolas de fraile y cañoncitos sé que no solo estaré disfrutando de algo dulce para acompañar mi café con leche sino que también estaré honrando una lucha por la igualdad.