Colocado sobre una mesa de laboratorio, horas después de su muerte, el cerebro de Aaron Hernández ofrecía una apariencia saludable.
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A fin de cuentas se trataba de una persona joven, de 27 años, que sólo vio truncada su carrera en el mundo del fútbol americano tras ser condenado por el asesinato de uno de sus amigos en 2013.
En abril, mientras cumplía cadena perpetua en prisión, Hernández se suicidó.
Pero lo que en principio parecía un cerebro sano, escondía debajo de su superficie un secreto que sorprendió a los científicos que llevaron a cabo la autopsia del jugador.