Un millón de cornamentas se alzaban hacia el cielo del norte. O así lo parecía desde la acelerada moto de nieve que daba saltos sobre la tundra del Ártico.
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Cerca de 3.000 renos salvajes se habían agrupado en el horizonte, sus cuernos ramificados, fusionados a la perfección con un sinfín de sauces esqueléticos y negros abetos.
Estábamos 60 kilómetros al sur del océano Ártico, el remoto extremo norte de los Territorios del Noroeste de Canadá. A la izquierda, la madre naturaleza ofrecía un espectáculo que no ha tocado durante milenios la mano humana.
Dos tupidos zorros brincaban alrededor del permafrost -la capa de suelo permanentemente congelada en las regiones polares- esparciendo la manada colina abajo, hacia un lago helado.
Roto el silencio del invierno ártico, la manada se convertía después en un aluvión de pieles y pezuñas leonadas.
"Escucha", dijo suavemente el guía inuvialuit (inuit del occidente de Canadá) Noel Cockney, deteniendo su moto de nieve Ski-Doo y haciendo un gesto en el hielo.
Estábamos a 25 grados centígrados bajo cero y su voz apenas traspasaba su gruesa máscara protectora. "Cuando los renos corren, suena como lluvia sobre la nieve. Ese es el sonido de la tundra".
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Escondida en lo más profundo del perímetro ártico del país, en gran parte inexplorado, la manada de renos más grande de Canadá ha vivido en soledad durante mucho tiempo.
Cada primavera, los animales migran hacia el oeste, cerca de la isla Richards, para criar a sus retoños. Pero ahora tienen que enfrentarse a algo más que zorros astutos y manadas de lobos.
Ahora también tienen que lidiar con la llegada del hombre.