Pedirle a un niño tímido de 11 años que definiera la tristeza parecía demasiado ambicioso. Pero tras una pausa, Rubén lo dijo todo: "Es como un vacío por dentro".
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Rubén, un chico de pocas palabras y largos silencios, es uno de los muchos niños que en Venezuela se están quedando sin padre ni madre por el éxodo.
"Lo que me ayuda a llenar el vacío es el deporte", dice con claridad delante de su tía Leivis, que se ha quedado a cargo del sobrino porque su hermana, la madre de Rubén, se fue en enero a Colombia.
Cuatro tardes a la semana Rubén se desplaza solo desde su casa a un centro de entrenamiento dónde juega al fútbol.
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Pese a los problemas de transporte y la inseguridad de Caracas, no tiene miedo.
Es serio, de gesto duro. "No estoy triste ni con bronca. Hablo poco", dice con fuerte personalidad.
Otros niños acuden acompañados de sus padres, madres, hermanos o con otros amigos. Él no tiene a nadie que lo aliente desde la tribuna.
Su mamá, que a veces lo llevaba al fútbol, piensa en él desde Colombia.