Más allá de la General Paz, la autopista que rodea a la ciudad de Buenos Aires, hay otro país. Aunque siga siendo el mismo.
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No en toda Argentina se baila tango. No todos los argentinos van al psicoanalista o gesticulan como italianos. No en todo el país impera la arquitectura neoclásica, ni cada esquina tiene cafés y librerías ni hay protestas a diario en cada calle.
Y no todos los argentinos entran en el famoso estereotipo que se tiene de ellos en América Latina, según el cual son arrogantes, egocéntricos o estafadores: si alguien es así —se cree— son los porteños, los habitantes de la capital.
Pero además Buenos Aires hay varias: una cosa es la ciudad de 3 millones de habitantes, otra el suburbio conocido como "el conurbano" y otra la enorme provincia bonaerense, donde pueden pasar 400 kilómetros sin que uno vea un alma.
Los matices pueden continuar, porque porteños introvertidos, honestos, humildes o generosos hay más de unos cuantos; podría decir que la mayoría.
Pero partiendo de la salvedad de que todos los estereotipos son exagerados y perversos, es difícil negar que los porteños y la gente del interior no parecen del mismo país.