Inclinándome hacia adelante, hago sonar unas campanillas de oro sobre la cabeza de una joven que grita de angustia. Se retuerce y coloca sus brazos y piernas en posiciones antinaturales, mientras un hombre envuelto en un atuendo religioso le grita versos bíblicos.
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Indefenso y confundido, miro anonadado. Soy alguien que suele sentirse incómodo en varias situaciones, pero esto es algo completamente diferente.
La mujer que aúlla, Natalia, está siendo sometida a un exorcismo, y yo me he ofrecido a tocar las campanas que supuestamente expulsarán al diablo.
A mi lado, el exorcista, el padre Manuel Acuña, asiente, dándome aliento. Luce una expresión severa, listo para la batalla. Entonces toco las campanas más fuerte. Realmente no creo en nada de esto: para mí, estas son solo pequeñas campanas doradas. Pero Natalia sí cree y yo solo quiero que se sienta mejor.
Cuando el exorcismo llega a su clímax el padre grita: "¡En el nombre del Señor, les ordeno que abandonen este cuerpo!". Yo me quedo congelado, agarrando mis campanas. Cuando termina, Natalia llora de alegría.
Ella ha estado sufriendo delirios y escuchando voces durante años.
Ahora, sin embargo, parece convencida de que el exorcismo la ha curado. Su alivio es palpable y su ansiedad se ha aquietado.