Mientras le practicaban la autopsia a monseñor Óscar Romero, arzobispo y defensor de los derechos humanos de El Salvador muerto con un tiro en el corazón el 4 de marzo de 1980, alguien le extrajo un pedazo de costilla.
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Y la guardaron en una urna de plata con forma de crucifijo que este domingo se dejó a los pies de una imagen de la virgen en medio de la plaza de San Pedro, en Roma.
Cecilia Flores – una mujer que está viva, según la iglesia Católica, gracias a un milagro que Dios concedió por la intercesión de monseñor Romero – también estaba presente en la plaza, junto a su hijo Juan Carlos.
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Estos tres elementos combinados –la reliquia y la madre y el hijo del milagro– eran fundamentales para que monseñor Óscar Arnulfo Romero y Galdámez se convirtiera en santo de la iglesia Católica, con una ceremonia multitudinaria en el Vaticano.
Y tuvieron que pasar 38 años desde su muerte, pero parece que valió la pena: por primera vez el corazón geográfico del catolicismo estaba colmado de gorras azules y bufandas blancas, que llevaban los miles de salvadoreños que llegaron a la capital italiana.
"¡Que viva monseñor Romero!", tronaba la plaza y parecía que el país centroamericano, de apenas 21.000 km² y 6 millones de habitantes, era tan enorme como Rusia.
"¡Que viva!", respondía la multitud y los aplausos hacían eco entre las columnas de San Pedro.
Uno de los que observaba aquella reunión temporal de los salvadoreños -los llegados desde el país para la ocasión y otros que son parte de la diáspora- era el sacerdote Rafael Urrutia.