Cuando yo, un estadounidense blanco y alto, vivía hace diez años en el interior de Japón, rara vez me encontraba con otros residentes no japoneses. Incluso en la capital, Tokio, a veces recibía miradas de sorpresa de los locales.
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Pero cuando volví al país en noviembre de este año, me impresionó cuánto había cambiado. Hoteles, centros comerciales y cafés parecían tener al menos un inmigrante entre los empleados. Algunos de los jóvenes que atendían al público usaban gafetes con nombres no japoneses.
En un pub-restaurante en Kanazawa, una ciudad media al norte de Tokio, vi a un joven caucásico detrás del mostrador ayudando al chef a preparar el tradicional sushi. En otro restaurante, fuimos atendidos por un joven no japonés. Procedía de otra nación asiática y acabamos comunicándonos en inglés.
En resumen: Japón se está internacionalizando, y ese proceso se está acelerando.
La fuerza motriz es el cambio demográfico: la población en Japón está envejeciendo rápidamente y disminuyendo en número.
Agregando otros factores, incluidos unos niveles nunca vistos de turismo extranjero y los preparativos para los Juegos Olímpicos de Tokio en 2020, el resultado es una nación que necesita desesperadamente más trabajadores para llenar vacantes.
Esa inminente crisis demográfica no agarró al país por sorpresa: hace décadas que se sabe. Pero como los distintos gobiernos se resistieron a tomar medidas drásticas, el problema ahora se ha vuelto mucho más urgente.
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El primer ministro, Shinzo Abe, quiere traer más trabajadores extranjeros a cambio de salarios bajos.
Pero su propuesta de hacer llegar a centenas de miles de personas para ocupar puestos de trabajo hasta 2025 es altamente polémica. Especialmente en un país que, tradicionalmente, ha evitado la inmigración.