Sebastián Vielmas: 4 de agosto de 2011

Ya estaba oscuro, mas no recuerdo la hora. Parecía muy tarde. Junto a Carlos, un gran amigo que ese año era el Consejero Superior, salíamos de una sesión del Consejo Académico que él presidía. Yo asistía como Secretario General de la FEUC en representación de la Directiva. Desde un costado del campus Lo Contador de la Universidad Católica vimos pasar varios vehículos policiales con las sirenas prendidas y a toda velocidad. Al mismo tiempo, escuchamos helicópteros sobrevolar Santiago. La escena era digna de las películas de  catástrofe que Hollywood acostumbra a rodar. Debo confesar, sentí miedo. Mucho miedo. Durante ese día vimos la peor cara del régimen, la represión policial indiscriminada. El objetivo del Gobierno ese día fue negarnos el derecho a manifestarnos, solo por pensar distinto a ellos.

El debate público fue reemplazado por gases lacrimógenos, barricadas, “guanacos” y molotovs. Todos los que creemos en ejercer nuestros derechos con espíritu democrático y sin violencia fuimos apartados. Al parecer nuestra causa, una educación pública y de calidad, concitó tal respaldo ciudadano que el Gobierno decidió desviar la atención. Así, termina por nacer la llamada Ley Hinzpeter, para que hablemos de la violencia y no de educación.

Recuerdo todo esto y me indigna. Me indigna lo que sucedió ese día, y sigue sucediendo a menudo en distintos puntos del país. También me indigna que sigamos leyendo en la prensa que las estafas en educación no terminan. Me da rabia que se juegue con los sueños y el futuro de los jóvenes de nuestro país. El escándalo del Instituto Valle Central, revelado con valentía por CIPER Chile es evidencia de esto.

Hace dos años, producto de la indignación y el intento de acallarnos, cientos de miles de personas (no sé si alguien las contó) hicieron sonar sus cacerolas. Se escuchaban sin importar si estábamos en el barrio alto o en la periferia de la Capital. Dejamos en claro que si nos uníamos todos, no tendríamos miedo, ese miedo que yo sentí ese día. Recuerdo también que esa noche estábamos reunidos como directiva de la FEHC en casa de Pepo, vicepresidente durante ese 2011. Entre el ruido de las cacerolas, pensamos que ante la imposición de la violencia como respuesta, debíamos responder con más democracia. Ahí nace nuestra idea de impulsar un plebiscito para enfrentar el conflicto. Eran tiempos de mucha angustia.

Junto con el enojo con que se golpeaban las cacerolas, estaba la esperanza. Si tantos chilenos y chilenas, de todas las edades, golpeaban las cacerolas era porque creían en la posibilidad de un gran cambio. A dos años, pareciera que las banderas que levantábamos no generan la misma emoción. Es lógico, cualquier movimiento se desgasta tras más de dos años de no ser escuchados. El Gobierno descubrió que puede gobernar con más de 100.000 personas en la calle, desviando la atención para que discutamos leyes que quieren impedir que nos manifestemos, como si eso solucionara algo.

A dos años de este día negro, propongo que recuperemos esa esperanza. El movimiento por la educación debe jugársela para presionar por todos los medios, tanto en las calles como en el Parlamento. Este año debemos lograr dar un primer paso para recuperar nuestro futuro, recuperar la educación, independiente de quién sea el próximo o la próxima presidenta. Ese es el mejor recuerdo que podemos hacer de ese día negro y esa noche esperanzadora del 4 de agosto de 2011.

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