Ángel Soto: "La educación y el trabajo todo lo vencen"

No borro de la memoria aquel día en que fui aceptado en el Instituto Nacional. Fue una de las pocas veces que vi llorar a mi padre. Junto a mi madre, lloraban de emoción, de alegría, y por que no reconocerlo, de orgullo. Sabían que a partir de ese momento, el futuro estaba en mis propias manos y que la mejor herencia que me dejarían sería darme una educación de calidad. No podían pagar un colegio privado, por tanto entrar a un Liceo –más tarde denominado emblemático- era “la” opción.
Entrar al Instituto fue su objetivo de siempre. Mis padres, como la mayoría, desde 1º básico se preocuparon porque estudiara y me sacara buenas notas, inculcando esos hábitos que se adquieren a temprana edad.
A mis 12 años, intuía que “algo grande estaba pasando”. Sí, no era solo un cambio de donde estudiar, sería el inicio de una vida nueva. Lo primero, fue sacarme notas rojas y entender que si quería mantenerme en el colegio debía subirme al carro de la exigencia y del trabajo bien hecho.
La salida de clases era tarde, ya de noche. Acá no existía eso del “turno”. Había que tomar micro y llegar a hacer esas guías de ejercicios interminables. Nadie reclamaba porque habían tareas para la casa; y nos desarrollaron la responsabilidad y el cumplimiento. La pichanga del patio era imperdible: mi curso de 45 contra el otro curso de 45 tras una pelota de plástico o de papel arrancada de los cuadernos, mientras otros cursos hacían lo mismo, fue sinónimo de sana competencia. En tanto que las sopaipillas con mostaza de la estación del metro U de Chile me fortalecieron el estómago, por suerte –entonces- ninguna ley las prohibió.
De adolescente, estudiar un sábado en la noche o un domingo no tenía nada de raro. “Lo difícil no es entrar a la universidad, sino mantenerse”, nos decían. Quizás con algo de soberbia, cuando entre a la universidad intente convalidar –sin éxito- algunas asignaturas pues en 4º medio ya lo había estudiado. 
No fuimos al colegio a buscar redes de contacto. Nos enseñaron que no debes confiar en la suerte. Fuimos, para recibir un verdadero entrenamiento para la vida real: que para salir adelante necesitas sacrificio y esfuerzo personal. Que nadie nos regalaría las cosas. Una gran lección acompañada de clases de competencia leal, tolerancia, pluralismo y diversidad.

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La política –clandestinamente- se respiraba en el ambiente. Era la primera mitad de los ochenta, y sólo pudimos gritar cuando con la Municipalización, además quisieron ponerle número al Primer Foco de luz de la nación. Había que defender nuestro colegio.
Hoy, este foco esta amenazado por un mal entendido igualitarismo. Acaso, en la vida real ¿no hay que seleccionar? ¿no hay que competir? ¿no hay que esforzarse por intentar ser el mejor hasta dar lo último, y más… si quieres salir adelante?
Intentar derrotar la segregación escolar por medio del igualitarismo eliminando la selectividad es sinónimo de mediocridad. Es nivelar hacia abajo. Por el contrario, lo que necesita Chile son más “institutos nacionales”. Necesitamos más padres que cuando sus hijos sean aceptados en el colegio se sientan orgullosos, lloren de emoción y se comprometan con ellos a salir adelante, pues ahí es donde aprenderán no una serie de conocimientos y materias que les permitirán entrar a la Universidad, sino que aprenderán el verdadero objetivo, cual es: “dar a la patria ciudadanos que la defiendan, la hagan florecer y le den honor”, pues para salir adelante, la educación con “el trabajo todo lo vencen”.

 

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