Opinión

Columna de TV: “La Bella y el Geek”, crueles intenciones

Los prejuicios son un tumor social. Los estereotipos que reducen a los individuos a un pequeño cúmulo de características según el grupo al que pertenecen suelen ser a la larga, fatales. Una arteriosclerosis de la razón que surge de no ejercitar el pensamiento. Que empequeñece el mundo y nos vuelve rígidos.

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Los prejuicios suelen ser proyecciones de valores negativos y supuestamente innatos en “los otros”.  Una manipulación emocional enmascarada en pensamiento, que refuerzan la identidad de grupo propio, deshumaniza al “contrario” y por ende, justifica las peores crueldades. Así, los prejuicios posibilitan el surgimiento de los eventos más dañinos a nivel de convivencia social: del bullying a los nazis al caso Zamudio.

“La Bella y el Geek” es un programa que se mueve en uno de los pocos prejuicios que siguen siendo aceptables de sostener públicamente: el de la tonta linda (siempre mujer) y el del tipo con muchos conocimientos, pero nulas habilidades sociales, baja inteligencia emocional, y ojalá mal estado físico. Es por ello que desde su aparición, el desinterés de ver este docurreality se apoderó de mí. Los estereotipos son siempre predecibles y de lo predecible nunca sale nada interesante.
Como suele suceder, los prejuicios no tenían razón del todo. Porque “La Bella y el Geek” es un programa muy divertido.

Quizás lo anterior explique su bajo rating. Ver a un chico con obesidad mórbida devorando completos en una prueba, es una imagen desagradable. Mala decisión usarla para promover el programa al igual que asociar la palabra “geek” a un grupo de personajes con nulo sentido de la estética -¿de verdad hay veinteañeros que usen suspensores?- y que a primera vista se ven muy descuidados.

Se veía impostado, falso, exagerado. Porque al menos todos los “geeks” que conozco en la realidad –entendiendo por “geeks” a los tipos que se peinan con la tecnología y los secretos de la Matrix-  son tipos con “onda”: sacan fotos taquilleras en Instagram, compran sus poleras exclusivas en threadless.com, poseen un sentido del humor ingenioso, son creativos y suelen estar emparejados con chicas lindas. En síntesis, suelen ser unos ganadores.

En la realidad los geeks son la cumbre de la cadena alimenticia tecnológica. En el programa en cambio, los supuestos geeks son la base: se parecen más al nerd ochentero previo a Silicon Valley. Al tipo de  “mantención de sistemas” que sólo sale de su sótano para solucionar con algo de odio, tu ignorancia computacional nivel usuario.

“La bella y el Geek” es un programa divertido, incluso tierno, pero en el fondo esconde una representación del mundo terrible. Es divertido por sus caracteres, que identifican a los participantes con frases como “nunca ha pololeado” o “confiesa ser virgen”, por la personalidad de sus participantes, por las increíbles y sufridas caras que los “geeks” ponen al mirar a la chicas que tanto desean, por las chicas que no saben pronunciar ciertas palabras y por sus divertidas pruebas que parecen un juego universitario: “geeks” tocando por primera vez a una mujer a la que tienen que masajear, o chicas corriendo por un mapamundi jabonoso sin saber bien dónde quedan los países. No sé ustedes, pero yo ya estoy aburrido de los realities de C13 y sus pruebas físicas que ya se han visto demasiado.  Y de que todo se trate de conflictos que nacen del estrés del encierro.  Acá lo divertido son las competencias. Y los conflictos surgen del subterráneo choque del deseo con la realidad.
El show se cuida de ser directamente cruel –tiene todo para serlo, mucho más que lo que fue “Amor Ciego”-  y posee una ternura que no hace más que enmascarar una sensación difícil de definir y que creo que se parece a la pena. Porque las bellas dicen “awww” ante los esforzados y caballerosos geeks y se despachan frases del tipo “son como angelitos, nunca pensé que existían hombres así”. Una frase que puede parecer un piropo, pero que en realidad es para el “geek” de turno una condena eterna al limbo de la “friend zone”.
Aunque me reí durante sus –hasta ahora- tres capítulos,  al final de la pequeña maratón se apoderó de mi una sensación de incomodidad parecida a la culpa. Quizás sea por haber disfrutado de una prejuiciosa representación del mundo que, por entregarse a través de televisión posee una responsabilidad mayor (mujeres como sinónimo de lindas y pavas, hombres “inteligentes” como sinónimo de incapaces social y emocionalmente). O por la sospecha de que si entraran tipos que se manejan en el gimnasio y nunca han pisado una biblioteca, se desataría una masacre emocional entre todos estos participantes recién salidos de la adolescencia. Peor aún; por el deseo que se despertó en mí de ser testigo de esa masacre. Por la sospecha de que si entrara un mujer inteligente y no muy agraciada físicamente, los geeks seguirían prefiriendo a las bellas. Por entender que bajo toda esa supuesta inocencia del show, y los prejuicios que lo sustentan, se esconde una “verdad” animal y profunda: a la hora de aparearse, la imagen lo es todo. O quizás sea más simple, burlarme de un grupo de tipos que actúan como niños sin amor propio, manipulados por sus deseos y su incapacidad de satisfacerlos, me hizo sentir mal. Y eso es algo que no quisiera experimentar sólo por el hecho de ver un programa de televisión.

Marcelo Ibañez Campos  

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