Columna de Copano: "Una historia contra el Simce"

Hoy sentí una pena infinita. 

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Pasa que como voy a hacer charlas para niños de quinto, sexto, séptimo y octavo me tocó ir a un colegio distinto.

El colegio se llama David Matarazzo y queda cerca de la estación Mapocho. Estaban los chicos en una sala. Chicos de primero a octavo básico en una sala.

Antes de partir la directora me advirtió de que “eran muy inquietos, diferentes. Los colegios no los aceptan por cómo son”.

Obviamente desde esa lógica pensé que eran cabros que habían vivido en poblaciones. Ya me había pasado ir a escuelas donde los docentes no tienen control e igual siempre pude conversar con todos: con risas, amabilidad y velocidad hasta en el lugar donde menos piensas que parece haber, culpa de nuestros prejuicios, siempre se puede.

Pero no: no tenían nada agresivo. Eran niños. Niños inquietos. Niños con problemas de atención. Pero eran niños. Como todos los niños. A ver, cómo te lo explico: uno levantó más la mano, otro aplaudía más de la cuenta, otros parecían dopados para controlar la jaula de existir y uno que otro me miraba con sorpresa: nadie nunca fue a decirles que iba a conversar con ellos. Son los olvidados de todos los días: los diferentes. Los que no caben en el sistema.

Pero estaban ahí, mezclados.

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Saqué a dos, que la pasaron bien y hablaron claramente mejor que otros de su edad. 

Y de pronto, uno gritó fuerte: “Yo quiero ser inventor cuando grande”.

Y los otros como que lo callaron y cuando me di cuenta les dije:

“A ver. Les voy a decir algo que espero nunca se les vaya y algún día se van a acordar de mí: ustedes pueden ser lo que quieran. Tú vas a ser inventor. Y el que quiere ser lo que quiera puede serlo. Tienen que cumplir con ciertas cosas, pero si sueñan y siguen hasta donde sea lo van a poder hacer. Nadie tiene derecho a decirles que no”.

Al salir, las profesoras, que hacen clases personalizadas a estos chicos, se sacaron fotos conmigo y me felicitaron por dos cosas: “#Vigilantes” y por lograr que ellos estuviesen tranquilos y felices por una clase. Como la charla es didáctica y entretenida, siempre funciona. 

Pero antes de salir fui donde la directora nuevamente y le pregunté: “¿Por qué usted dice que los colegios no los aceptan?”

Y me respondió algo que quebró mi corazón:

“Porque estos chicos bajan el promedio del Simce. Son distintos. Las escuelas no los quieren en esta sociedad exitista. Cuando salen de octavo nos da una tristeza enorme porque no los reciben. Nosotros sólo estamos hasta ese curso”.

Cresta. Sociedad exitista. Y son sólo niños. Niños que no tienen por qué competir.

¿Saben? Cuando se me cayó una lágrima en el auto y llamé a mi mujer contándole lo que pasó pensé lo que finalmente todos pensamos pero no queremos decir, porque siempre está bien tener la esperanza de cambiar las cosas, pero no: este país esta jodido.

No va a cambiar.

No va a cambiar hasta que dejemos esta cultura de abuso.

No lo va a cambiar ninguna reforma. 

Los colegios probablemente sean gratuitos y la universidad también, pero ¿de qué sirve si está en nuestra alma el aplastar al otro si no nos sirve?

¿De qué sirve estudiar y trabajar para ser parte de un engranaje absurdo e inentendible, donde siempre hay alguien que se comporta como un cabrón por heredar o ser dueño o tener una red de contactos para hacernos sentir a todos como el orto?

¿De qué sirve una educación gratis si no cambiamos nuestra manera de pensar?

Y ahí creo que está la gran clave.

Tenemos que modificar incluso nuestro proyecto de vida para cambiar Chile. No sé si seamos capaces, permítanme decirlo: hay demasiada superficialidad, clasismo, racismo, discriminación y odio circulando como para poder hacer algo.

Y todos esos caminos son fáciles. Los chilenos no están preparados para algo difícil. El progresismo no está para cosas difíciles: no está para pelear nada porque probablemente los dejen de invitar a la próxima fiesta. La derecha tampoco: ya están cómodos. El gobierno es lo mismo que la derecha. Y así hasta el infinito.

No están hechos para poder dar algo a cambio de otra cosa que quizá no van a ver.

Los chilenos piensan en que la vida es transar. Como un videojuego donde se pasan etapas y se rescata a la princesa y después al final no es así porque existir no es lineal y ahí se pudren todos. La vida en Chile no está hecha en base a sacrificar, en base a amar, en base a disfrutar. No, no: todo es el sonido de tener cosas. Y entrenar a buscadores de cosas.

Todo es exitismo, hasta en niños de quinto básico. Por eso estoy en contra del Simce. Segregador, empobrecedor del trabajo de los profesores, estigmatizador de la educación pública y promotor de una carrera.

¿Se puede hacer algo?

Me lo estoy preguntando. Quiero encontrar una respuesta. Tenemos que encontrar una respuesta.

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