Puede que se las sepan por libro. Que cada paso en ellos esté fríamente calculado, a sabiendas de que, además de un colectivo artístico, son una maquinaria global, cuyo negocio se sustenta no sólo en la música y en shows monumentales, sino también en un valor simbólico y afectivo.
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No tenemos cómo saberlo, y es posible que así sea. Es posible, aunque quizás no importe demasiado. Porque de cualquier manera U2 ha probado ser una banda cuyo impacto trasciende con creces la dinámica de singles y rankings, hasta meterse en lo profundo de sus seguidores. “Bajo la piel”, podríamos decir, o “en el corazón”, usando un par de lugares comunes.
Algún un rol en ello debe jugar el propio sonido del grupo, con fuerte inclinación por el himno rockero. Esas canciones de gran carga épica y enormes sílabas finales, en las que todos juntos parecemos encontrarnos pidiendo un mundo mejor. Uno sin guerras, sin hambre, y sin todos los males a los que se opone un líder global que se precie de tal (nada de peleas chicas aquí).
El propio Bono encarna aquello sin camuflajes, con las ropas de quien está más allá del bien y el mal, y que viste en reuniones de la ONU, la Unesco o cualquier otra institución que agrupe a cinco continentes en su área de influencia. Eso que, para unos, es simple pose o megalomanía, mientras que para otros es la fibra indesmentible de un hombre consciente de su misión.
El perfil, a la postre, es de todos modos rentable. No por nada Shakira, Chris Martin, Miguel Bosé, Angelina Jolie, Madonna y muchísimos otros, han seguido luego pasos similares (sin descartar su legítima nobleza, por cierto).
Pero en U2 parece haber algo más. Algo que hace que en un país tan lejano como Chile, los fanáticos los sientan como propios. Algo que supera el dejo de protesta de algunas canciones iniciales, compatible con un ánimo que por entonces aquí bullía. Porque Bono y compañía, cada vez que llegan, se las arreglan para dar cuenta de que saben perfectamente qué lugar están pisando, y cuáles son los puntos que deben pulsar para hacerse uno con el público.
Lo demostraron en 1998, a semanas de que el ex dictador fuera a meterse al Congreso como senador vitalicio, cuando emplazaron a “Mr. Pinochet” a que dijera “a estas madres dónde están sus hijos”, con los Familiares de Detenidos Desaparecidos en la espalda. Minutos antes del bis, en tanto, en la mayor pantalla gigante que hasta entonces había llegado a Chile, se dieron el gusto de mostrar el inolvidable gol que Marcelo Salas había anotado esa tarde en Wembley, dando cuenta de un código que, por ese día, chilenos e irlandeses podíamos compartir.
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En 2006, una canción tan emotiva como “Mothers Of The Dissapeared” sonó aquí en modo irrepetible, luego de que la única compañía para la voz de Bono fuera un charango tocado por The Edge, y regalado momentos antes por el entonces presidente Ricardo Lagos.
Y cinco años más tarde, en 2011, fue Francisca Valenzuela quien los acompañó en “One Tree Hill”, ese tema que, entre otros, tiene en la dedicatoria a Víctor Jara. Ahora, Michele Bachelet, Isabel Allende y Gabriela Mistral forman parte de sus visuales de gira. Pero seguro que este sábado en el Estadio Nacional algún guiño más asomará.
Un antecedente adicional para seguir engrosando una historia con visos tan grandilocuentes, como para sumar también detractores. Sin embargo, éstos no mellan lo conseguido entre los fieles, para quienes lo de U2 con Chile es un lazo simplemente indestructible.
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