Así reza la sentencia que en el último tramo de la primera temporada de “Stranger Things”, sus pequeños protagonistas enarbolaron como máxima. Ahora, en el inicio del segundo ciclo, la consigna mantiene su condición. “Los amigos no mienten”, repiten ellos.
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Es, desde luego, una hermosa frase para titular una columna dedicada a la serie de Netflix, a propósito del reciente estreno de su nueva temporada, hace una semana. Es alusiva, contundente, impenetrable e intrigante a la vez.
Pero además de esos factores, la sentencia puede ilustrar la naturaleza misma de nuestra relación con las series y otras producciones que apelan a la fidelidad del espectador, ésas a las que entregamos una cuota no menor de tiempo, y que por lo mismo requieren de un compromiso cuasi afectivo de parte nuestra.
Se transforman, a fin de cuentas, en una suerte de amigas, entidades que adquieren personalidad propia, que arriban para nuestra alegría y se marchan dejando un vacío, como sucede con el estreno de cada temporada y luego con el fin de la misma.
Si “Stranger Things” ocupa este lugar, hay que decir que esta amiga no nos ha mentido, y que la segunda temporada es exactamente lo que de ella se esperaba: una mezcla de terror y ciencia ficción, bien llevada por personajes que en el ciclo anterior ya se hicieron queribles, y que se mueven en un entorno pueblerino y familiar. Todo, con la década de los 80 como telón de fondo.
No hay salidas de madre ni arrebatos que en el papel pudiesen poner en riesgo a una historia que desde la entrada jugó en el límite, gracias a un monstruo insaciable, una dimensión paralela, una niña telekinética y una organización secreta e inescrupulosa.
Pero una vez decididos a comprarnos esos aspectos, la conquista de la serie sigue una vez más con vía libre. Porque además de la lucha contra un supra enemigo, “Stranger Things” conecta hebras tan humanas como la amistad, la familia y los afectos. Es el espejo de lo comunitario sometido a circunstancias críticas, cuando todos nos equiparamos para remar en una misma dirección. Un ímpetu que portamos, pero que solemos descartar en tiempos como estos, cuando los incentivos para exaltar lo individual parecen más fuertes que aquellos que apuntan a lo colectivo.
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Quizás sea porque aquí no hay antecedentes de un Laboratorio Nacional de Hawkins o un temible Demogorgon merodeando. Aunque tal vez, con otras formas y otros nombres, también vivamos día a día con depredadores similares alrededor, y ante los cuales podría ser bueno adoptar posturas más unitarias, sin hacer la vista a un lado sólo porque su respiración aún no haya llegado a nuestra nuca.
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