Rara vez se habla de Islandia en Chile. La última noticia que llamó la atención de los noticiarios locales sobre este extraño país fue la histórica clasificación de su selección de fútbol al próximo mundial -sí, ese mundial al que Chile no irá. Serán los miles de kilómetros entre sus fronteras, el indescifrable lenguaje o simplemente la indiferencia involuntaria, Islandia y Chile parecieran ser países sin nada en común, como perfectos desconocidos que apenas saben sus nombres. Pero anoche, al menos por un rato, todo cambió.
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En dos horas Jónsi Þór Birgisson y compañía derritieron el hielo y acotaron las distancias entre las once mil cabezas chilenas que se balanceaban al lento ritmo de sus canciones oníricas y el sonido de este particular trío que toma elementos del folclor islandés y los filtra por la instrumentación del rock ambiental y el shoegaze.
Con un elegante retraso de 15 minutos -exactos-, Sigur Rós puso los pies sobre el escenario del Movistar Arena abriendo el esperado show con “Á”, una de sus más recientes canciones y que formará parte de su próximo álbum. Seguida por “Ekki Mukk”, de su disco y DVD “Valtari”, Sigur Rós hizo alarde de sus 23 años de experiencia para cautivar a sus fans con la delicadeza y sofisticación de su música minimalista.
Sin embargo, la velada no explotó hasta la tercera canción. Los primeros acordes de “Glósoli”, una de las piezas fundamentales del trío islandés, agitaron los ánimos de un público eufórico y hambriento de magia europea. Y como un verdadero director de orquesta, Jónsi se encargó de domar a los espectadores -mayoritariamente jóvenes- con su arco de violoncelo y la guitarra eléctrica afilada con efectos de distorsión y reverberación que, sorpresivamente, sonaron magníficamente en el domo del Parque O’Higgins.
El setlist perfectamente balanceado de los islandeses permitió que los asistentes experimentaran las más diversas emociones. Los paisajes sonoros de “E-Bow”, “Sæglópur” y “Dauðalagið” se mueven entre la melancolía y la desesperanza mientras que canciones como “Fljótavík” o “Vaka” mantienen la tibieza de un abrazo fraterno entre dos mundos completamente distintos. “Festival” es otra de las piezas que alude a ese sentimiento de ingenuidad que acompaña a cabalidad el disco del que se desprende, “Með suð í eyrum við spilum endalaust”, quizás el más “pop” de sus “long plays”. En esta oportunidad, la canción de casi diez minutos presentó leves dificultades para su ejecución, lo que llevó al vocalista a “perderse” brevemente durante unos instantes. Nada que sus fans reprocharan, por lo que el hecho pasó casi desapercibido entre el grueso de los asistentes.
El falso final de “Varda”, otro de los temas nuevos que compondrá el próximo disco, dejó a los fans con hambre de más. Como es de costumbre, la banda dejó el escenario por cinco minutos para encender los ánimos. Tras una espera de silbidos y celulares en mano, el trío regresó entre un estruendoso chocar de palmas que dejó ver de antemano la exitosa visita de los islandeses. La conclusión fue fatalista: «Popplagið», que además es el cierre de su disco “( )”, fue el broche de oro para una velada perfecta. Los gritos agudos con el icónico falsete de Jónsi, el bajo distorsionado de Goggi Hólm y las baterías tribales de Orri Páll Dýrason lograron dejar al público atónito y rogando por “una canción más” que, después de una larga espera, no llegó.
Tras un breve jugueteo con el público que nunca entendió las palabras crípticas de sus ídolos, el trío se escondió detrás del escenario pasadas las 23.25 horas con el caluroso aplauso de un país agradecido y un lazo con Islandia que, insospechadamente, parecía venir tejiéndose hace años. Sólo era cuestión de tiempo para que las partes lo descubrieran.