Verano del año 2015. Mientras Jorge González se presentaba en distintas ciudades del sur de Chile anidando un accidente cerebrovascular en el interior de su cráneo, por las redes sociales ya circulaban comentarios y videos con juicios tajantes: su performance de esos días era insultante, decían algunos, sin reparos a la hora de apuntar a supuestos excesos.
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Si pudiéramos volver el tiempo atrás, cómo nos gustaría que hubiera sido así. Que ojalá González efectivamente hubiera estado bajo la influencia de alguna sustancia aquellas noches, y no con ese accidente infame actuando en su cabeza. Mal que mal, el efecto de cualquier ingesta se termina con las horas, a diferencia de las secuelas perpetuas que hoy nos privan de su talento.
¿Lección aprendida para quienes trapearon con una de las mayores figuras de nuestra música popular? Qué va.
Casi como un déjà vu, la escena pareció repetirse el pasado fin de semana, cuando miles de usuarios compartieron noticias y videos de un Álvaro Henríquez cuya condición no les pareció digna de duda o preocupación, sino de inmediata condena. Más cuando luego vino el capítulo dos de esta historia, el de un divo irrespetuoso que insulta groseramente a un periodista (como si el hecho de que este último lo tratara antes de “borracho” fuera cualquier cosa).
Henríquez mantiene hasta hoy el misterio, pero ya hay versiones que hablan de una afección hepática, problemas crónicos en la cadera y la necesidad de ingerir medicamentos que causan efectos secundarios.
Su historia y la de González, entonces, parecen cruzarse otra vez. Tal como en 2003, al alero de Los Prisioneros, y en tantas otras ocasiones.
Pero esta vez el punto en común no es sólo el de un par de erráticas presentaciones dando pie a habladurías. Esta vez pareciera que ambos también encarnan una lamentable versión del llamado pago de Chile: la de un medio (o, en rigor, una bulliciosa facción de él) que sataniza y crucifica a quienes hayan expresado con claridad y vehemencia sus opiniones, que optaron por no arrodillarse ante nadie, y vivir de acuerdo con sus leyes. Acertadas o no, seguro que eso es discutible, pero en absoluto condenable.
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La intolerancia campea en parte de nuestra audiencia. Aunque la música lo haya convertido en ídolo, si el personaje en cuestión mostró posiciones en lo político o lo valórico, algunos de los que no comparten esas posturas lo aplastarán. Si tuvo la cuota de soberbia como para no esconder que cree estar en lo más alto, los adalides de la humildad lo harán pedazos. Y si tuvo el infortunio de caer, ahí habrá varios esperando pisotearlo.
González lo vivió muchas veces antes de 2015. Henríquez también había conocido esa cara, que hoy vuelve a enfrentar. Y otros que han decidido transitar por el camino de la irreverencia y la coherencia, como Ana Tijoux y Álex Anwandter, también lo están viviendo, y seguro que la mano con ellos vendrá peor en el futuro. Porque esto es algo enquistado en buena parte de nuestro medio, y nada indica que vaya a cambiar pronto. Todos los síntomas dicen que aquí se seguirá apuntando a quien ose romper huevos, mientras se valida a quienes venden pomadas y sonríen a diestra y siniestra, desde la vereda de la corrección política. Incluso cuando su obra no deje huella alguna, aunque su mérito sea apenas “cantar lindo”, o aunque hace años no hagan siquiera una canción.
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