Ni siquiera pensando en lo que ha sucedido históricamente dentro de nuestras propias fronteras, podríamos llegar a decir que la escena musical chilena ha gozado de un desarrollo sostenido y consistente. Por razones culturales, idiosincráticas y hasta políticas, los esfuerzos por levantar movimientos han terminado chocando con diversas barreras, transformando al éxito individual de algunos artistas en excepción antes que en regla.
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Lo vivimos con el rock de los 80 y los 90, que gozaron de acotados fenómenos inflacionarios antes de reventar y desaparecer. Lo vivimos en los años en que Los Tres y La Ley se elevaron como verdaderas rarezas para el estándar local, con logros en el extranjero que aquí ameritaron coberturas al detalle.
También lo vivimos en los últimos años de oro de MTV, cuando Chile como mercado era considerado apenas un apéndice de otros, una zona de gusto jaleoso e inclasificable, a la que era dable poner a la sombra de las grandes potencias musicales de la región, México y Argentina.
Hemos sabido de esto en cada nominación de los Latin Grammy, con las mismas potencias arrasando hasta el ingreso de Puerto Rico y Colombia, dejando la presencia de chilenos como un saludo a la bandera, una causa imposible a cargo de llaneros solitarios, como Álex Anwandter, Américo y sobre todo, Ana Tijoux.
Para probar la regla, ahí están las excepciones, como Mon Laferte y Beto Cuevas, alcanzando logros verificables en la industria desde una misma particularidad: artísticamente, ambos son nombres finalmente paridos en Norteamérica, de acuerdo con esas reglas, esos perfiles y apuntando a esos públicos. Chile, a estas alturas, es sólo una marca en sus pasaportes.
Pero en esta década eso lentamente pareció empezar a cambiar. Desde la generación “paraíso del pop” destacada en España en 2011, la bola de nieve comenzó a crecer, influida por la progresiva llegada de artistas a la esfera indie foránea, la validación de los mismos en importantes medios de comunicación, e incluso el estancamiento de la escena argentina, entre otros factores.
Nosotros también nos abrimos: Chile dejó de ser mero consumidor de géneros como la música urbana, para sumarse a la lista de gestores, mientras que en el pop fue asumiendo posiciones derechamente de avanzada. Mon Laferte, por su lado, se ha alzado como un verdadero fenómeno global, haciendo que una firma chilena sea plausible en las playlists de quienes poco y nada sabían de nuestro país, musicalmente hablando.
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Todo indica que ya no somos el patio trasero de la escena regional, y prueba de ello es lo ocurrido en el anuncio del cartel de Coachella, uno de los festivales más importantes del orbe, con sede en California. Hasta allí llegarán en abril la propia Laferte, junto a Javiera Mena y Tomasa del Real, en una movida inédita para eventos de ese tipo.
Sólo Lollapalooza, en Chicago, mostró antes una oferta similar, aunque evidentemente nacida de la alianza que trajo la franquicia hasta Santiago. Ahora, en cambio, el mensaje es claro: en el boom latino en curso (que también puso en el evento a nombres como Bad Bunny y J Balvin), Chile es un actor relevante, aquí están pasando cosas, y quien quiera estar al día debe poner la vista acá.
Hoy es una estrella como Laferte, un referente del pop como Mena, y un punto aparte del reggaetón como Del Real, pero quizás mañana sean otros que apuntan alto: Paloma Mami, Latin Bitman, Drefquila, Gianluca, Gepe, Anwandter y tantos más que puedan venir. La puerta ha quedado abierta, y esperamos que no se cierre más.
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