No vamos a venir desde occidente a poner el grito en el cielo ni rasgar vestiduras, ante los últimos archivos desclasificados del k-pop. Aquí, en la mitad del orbe que justo en estos días ve cómo uno de sus máximos referentes (nada menos que Michael Jackson) es vuelto a poner en tela de juicio por supuesto abuso sexual de menores, mientras que el ex líder de una banda galesa (Lostprophets) recibe nuevas acusaciones por posesión de material pornográfico infantil, estando ya en la cárcel (cumple 29 años de condena por delitos relacionados con pedofilia).
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Dejemos en claro entonces que a la hora de violar la ley y otras atrocidades, la denominación de origen incide bastante poco, y que de caídas en el lado oscuro no se libra ningún país, y ninguna cultura.
Pero otra cosa es qué tanto se crean las condiciones para que ciertas conductas puedan emerger, y al respecto sí vale la pena dar una mirada más detenida en lo que ahora está pasando en el pop coreano, donde diversos artistas se encuentran en tela de juicio por acciones relativas a proxenetismo y grabación y difusión ilegal de videos, de naturaleza sexual.
Sin dudas, son los propios sujetos involucrados los que deberán responder por esos actos, pero no parece tan casual que los mismos hayan emergido en un género tendiente al conservadurismo, y aferrado incluso a cierta utopía puritana.
Por cierto, no es malo querer promover determinados valores en un público, o mostrar formas alternativas a los clichés del rock and roll, a la hora de ejercer el estrellato. Pero distinto es encarar dicha empresa a punta de de control, disciplina, normas, moldes y patrones de conducta preestablecidos.
No es difícil intuir que aquello efectivamente ocurre en el k-pop, una corriente que en buena medida funciona a partir de gigantes del espectáculo, suerte de “gran hermano” que diseñan grupos a su antojo, incluyendo canciones, discursos, coreografías, estereotipos, perfiles, etc. De ahí que emerjan agrupaciones con filiales, que se multiplican y se reducen, se combinan unas con otras, integrantes que entran y salen, se escinden y vuelven, porque lo verdaderamente importante no parece estar tanto en los planteles, en los nombres individuales, sino más bien en los conceptos encarnados y en las labores ejecutadas.
Pero si los mismos terminan transformándose en camisas de fuerza, en rígidos yugos sobre los hombros de adolescentes que tal vez soñaron con probar el néctar de la fama, tarde o temprano alguna columna se torcerá, y en lo profundo del entramado comenzará a brotar una energía exactamente inversa a la deseada.
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Si hay que condenar a alguien por los escándalos en curso, pues que se haga, qué duda cabe. Pero luego de ello, la pregunta inevitablemente quedará en el aire: ¿Tiene sentido seguir estimulando un sistema así de rígido?
Probablemente, llegó la hora de que la exitosa maquinaria del k-pop entre en una precisa fase de ajustes, que asegure la perdurabilidad de un género que ha llegado más lejos de lo que cualquiera hubiera apostado, pero que puede estar anidando dentro de sí mismo el germen de su propia destrucción.
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