Hace pocos días se hizo pública una feliz noticia: el 4 de abril del año en curso, en la casa central de las Naciones Unidas en Nueva York, el arquitecto chileno Alejandro Aravena recibirá formalmente el más importante de los reconocimientos que puede otorgársele a un arquitecto en vida: el Pritzker. Para los que no lo conocen, es equivalente en forma y fondo (y si existiera, por supuesto) a un Nobel de arquitectura.
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El premio fue creado por Jay y Cindy Pritzker (los recursos provienen hasta hoy de una fuente bien conocida y rentable: hoteles Hyatt) para honrar anualmente a un arquitecto cuya obra “genere contribuciones constantes y significativas a la humanidad”. Ni más ni menos, han sido las razones para premiar a los 41 arquitectos que lo han recibido desde 1979.
El hecho es notable por varias razones estadísticas importantes: es el primer chileno en recibirlo y el cuarto latinoamericano: los otros fueron el mexicano Luis Barragán (1980) y los brasileños Oscar Niemeyer (1988) y Paulo Mendes da Rocha (2006). Aravena es el arquitecto más joven que ha recibido el premio, después de Ryue Nishizawa, quien lo recibió el año 2010 junto a su socia, Kasuyo Sejima, cuando tenía 44 años. En cualquier caso, el promedio de edad de los premiados es de 63 años, lo que confirma lo excepcional del dato. La razón de esta característica “etaria” es que, salvo contadas excepciones, el premio se ha otorgado –muy justamente por cierto, de ahí su fama– a profesionales que han construido a través de toda una vida de ejercicio de la profesión, una obra trascendente para la humanidad, por su extraordinaria capacidad de representación (simbolismo), resolución estética impecable (belleza), originalidad y/o monumentalidad. También se podría decir que, en la mayoría de los casos, es un reconocimiento a una larga y destacada trayectoria.
Pero lo que en mi opinión hace que el premio no solo sea notable, sino excepcional, es que rompe con estas condiciones: es un arquitecto joven (48 años) al que, objetivamente, no corresponde homenajear por su “trayectoria” y es evidente que el valor de su trabajo no está en la monumentalidad o en la originalidad técnica o formal en la resolución de sus obras. Es más, es muy posible que las viviendas sociales que, dentro de su obra, son el trabajo más representativo de las razones del otorgamiento, no perduren (como objetos) en el tiempo para ser conocidas por las futuras generaciones como “una de las grandes obras del arquitecto Aravena”.
Entonces, ¿qué se premia? El jurado del concurso lo expresa de manera inmejorable: “Alejandro Aravena está liderando una nueva generación de arquitectos que tienen una visión holística del entorno construido y ha demostrado claramente la capacidad de conectar la responsabilidad social, las demandas económicas, el diseño del hábitat humano y la ciudad”.
O sea, el Pritzker no premia en esta ocasión el valor “patrimonial” de la obra. Lo que hace es reconocer el valor (y la humildad) de un arquitecto que se esfuerza en construir una visión del mundo construido que debe ser sana, inclusiva y sostenible en el tiempo.
Alejandro Aravena no solo debiera liderar a una nueva generación de arquitectos, ojalá fuera también el líder de una nueva generación de políticos.