PUBLICIDAD
El ruso terminó un buen primer semestre y pronto quiere dar el salto / fotos: sylvio garcía
Por Eduardo Bruna
No entendía una palabra de lo que el policía le decía, pero no hacía falta. Supo que su entrada a Chile había despertado sospechas y, cuando vio que su escaso equipaje iba a ser revisado, sintió que lo atrapaba un torbellino, que pisaba un terreno viscoso. Que se hundía en un abismo sin fondo, que el corazón le latía tan fuerte que él creía escucharlo y hasta llegó a pensar que todos los demás escuchaban el bombeo alocado de su sangre. Su rostro, extremadamente blanco por el sol siempre escaso de San Petersburgo, se había puesto rojo y sintió un sudor frío que le bañaba todo el cuerpo. Maxim Molokoedov, 23 años, pasaporte ruso, supo que había sido descubierto incluso antes de que comenzaran a examinar sus libros, esos que, huecos por dentro, portaban seis kilos de cocaína que alguien, un desconocido, le había entregado subrepticiamente en una calle de Guayaquil.
Su loca y estúpida aventura había terminado. En un idioma extraño le comunicaron que estaba detenido por tráfico de drogas. Si alguna duda le quedaba, las esposas que le pusieron acabaron por disiparlas y entonces supo cómo debió haberse sentido Billy Hayes al ser detenido en 1970 en el aeropuerto de Estambul, Turquía, cargando en su cuerpo ocho kilos de hachís. Y es que ambos episodios guardan extraordinarias similitudes. Mientras la odisea del estadounidense fue llevada años después al cine, con “Expreso de Medianoche”, el vía crucis de Maxim da también para una novela que se podría transformar alguna vez en película.
Corría julio de 2010. Fue formalizado y condenado a tres años y un día. Estuvo siete meses recluido en Santiago Uno y de allí llevado a la Penitenciaría. Por lo que había escuchado, por lo que pudo ver en cuanto llegó, creyó que la teología le fallaba. Porque tras el purgatorio no venía el cielo prometido tras la expiación de sus culpas. Todo lo contrario: caer allí era lo más parecido al infierno. El añoso edificio, cuya construcción se remonta a 1843, era una completa ruina, agravada por un hacinamiento infrahumano. Con capacidad para poco más de dos mil internos, en un momento llegó a albergar más de siete mil reos.
Recuerda Maxim: “Creo que a pesar de todo fui afortunado. Me ubicaron en un sector que denominan módulos, y no en las galerías, donde todo es aún más horrible y más sórdido. Quedé en una celda junto a cuatro internos, a pesar de que el espacio estaba concebido para sólo dos. Mientras mis compañeros dormían en camarotes, yo lo hacía en una colchoneta que por las noches acomodaba en el suelo, en el único espacio libre que quedaba entre las camas”.
PUBLICIDAD
Fueron días duros. Y, además, muy tristes. Pensaba en su familia y en la angustia que estarían sintiendo por una prolongada ausencia que por cierto no entendían. Dentro de todo, fue un alivio cuando por fin pudo comunicarse y contarles que, al menos, estaba vivo. Recuerda Maxim:
“Para ellos fue un golpe devastador. Pensaban que había atravesado el mundo en un viaje de turismo y de golpe se enteraban de la cruda verdad. Mi madre, Ielena, lloró mucho, pero me dijo que siempre iba a poder contar con ella. Lo mismo que mi hermano mayor, André. Distinto fue con mi padre, Alexei. Cuando supo en lo que me había metido se indignó conmigo, y era lógico. Ellos han sido siempre personas de trabajo, honorables, y su hijo menor les había fallado, transformándose en un vulgar delincuente”.
¿Por qué lo hiciste, Maxim?
La tez blanca de su rostro se enrojece levemente. Tal vez sienta que, ya rehabilitado, no puede mentir. Dice:
De estúpido. Por creer en el dinero fácil. Me mezclé con malas juntas y pagué las consecuencias de mi tremendo error. Atrás dejaba a mi familia, los amigos, una novia y mis estudios de Asistente Social en la Universidad.
¿Y sabías al menos donde te enviaban?
Para nada. De Ecuador nunca había oído ni leído nada. Y de Chile recordé, sólo después que me detuvieron, que teniendo 11 años había visto a su selección jugando el Mundial de Francia, enterándome, de paso, que dos jugadores a los cuales yo siempre había admirado, como Iván Zamorano y Marcelo Salas, eran chilenos.
Pincha más abajo para seguir leyendo…