El estadio Monumental de Colo Colo es grande. / Agencia Uno.
Álvaro Campos Q.
Columna del movimiento Colo Colo de Todos
Así como en los días lluviosos los supermercados tiran aserrín en el suelo para secar las botas mojadas de sus clientes, los bares que transmiten partidos deberían tener un sistema para sacarse el nerviosismo de encima como un impermeable: una guardarropía de la neurosis.
El Estadio Chico es una institución del paisaje deportivo nacional, y no es raro que tenga tantos adeptos. En Europa los estadios tienen cantinas, pero si en Chile ni siquiera hay espacio para que los hinchas se manifiesten pacíficamente y a cara descubierta -como los miembros de Colo-Colo de Todos que ayer fueron notificados por la PDI porque Blanco y Negro está presentando demandas por incitar a la violencia-, menos se va a poder tomar en el estadio.
Entonces ahí, con los dedos aceitosos por las papas fritas y el volumen a todo reventar, se agolpan multitudes a las que la cerveza ayuda a soltar las emociones.
Pena, rabia, euforia, alegría, impaciencia, aburrimiento, soberbia, rencor, envidia, xenofobia, racismo, clasismo, fraternidad, esperanza, el schop hace del ser humano un zoológico con las rejas abiertas, desde el que se escapan maravillas asombrosas y bestias feroces.
Yo cacho que mi criatura es la nostalgia. Voy al Monumental y tengo el CDF, pero cuando al Cacique lo invitan a la fiesta de una copa internacional, vuelvo terco como Jorge Teillier a la misma schopería del mismo pollo asado donde se instala el fantasma de mi viejo. Todos me conocen como el hijo de él, y el mesero me decía “Barti” porque por años nunca me vio sin llevar una camiseta con ese nombre en el dorso.
Aunque generalmente la onda ahí es más bien hípica, igual que en el bar Universitario del barrio Beaucheff al que también llegábamos años antes de contratar el monopólico canal del fútbol chileno. Eran los comienzos de la década pasada y no se sabía bien qué local tenía qué canal, ni cuál estaría abierto un domingo pálido. Nos subíamos a las micros a buscar alguna vidriera o pizarra de alguna fuente de soda pintada con el nombre que vibra desde el mar a los Andes.
Era el Estadio Chico, cualquiera lo era. Salvo en Olmué, donde El Palacio de las Moscas debía su nombre a que para ver el debut de Zamorano en la Copa Libertadores había que ir con pantalones largos y manga larga, tapando el vaso en todo momento, porque los insectos volaban incansables pese al evidente aseo del lugar. No nos importaba. Tampoco caminar: hablábamos del partido de ida y de vuelta. Y del próximo. Y del anterior.
A mi viejo lo mojó el guanaco en el caos de la venta de entradas para la final de la última copa que celebramos juntos, un Colo-Colo vs católica en el Nacional. Ahora que lo pienso, la primera vuelta olímpica que vimos juntos fue un Torneo de Apertura en el mismo estadio y ante el mismo rival. Pero esta vez no pudimos estar ahí, así que terminamos abrazándonos en un Estadio Chico que quedaba en la esquina de la casa y hoy ya no existe porque el presente le pasa la aplanadora al pasado sin detener la marcha.
La mala costumbre se me quedó y hoy no frecuento ningún lugar sin saber dónde se puede ver un partido cerca, por si alguna vez me pilla la hora y no hay tiempo de patrullar la ciudad en busca de un antro de mala muerte con una pantalla gigante y las voces de relatores argentinos que traten de esconder lo poco y nada que saben sobre nuestros jugadores.
El verano de 2006 recorrí Chiloé en bicicleta con Feña y Gonzo. Pedaleábamos libres, mirando el cielo azul y las nubes llenas, pero yo además miraba los techos en busca de antenas satelitales, porque el 24 de enero jugábamos la pre-Libertadores contra las Chivas.
Los recuerdos se me cruzan, historias tengo miles. Mi hermano Miguel que sale del Estadio Chico a pararse bajo la lluvia de Pedro de Valdivia porque la neura no le permite ver los penales contra Huachipato en la Sudamericana y, además, la maniobra le había dado resultado meses atrás, cuando en Rancagua decidió no ver los penales ante la u.
O en Iquique con mi primo Felipe y un tío cruzado, antropólogo, que nos acompaña a ver un partido contra River y, saliendo del Democrático, me comentará “en realidad que Colo-Colo… es una nacionalidad”.
Hoy vuelve a pasar lo que nunca tiene que dejar de pasar: juega mi equipo. Tendría que llegar temprano, pero nunca llego temprano a ningún lado. En una tele se ve más grande, pero en la otra se ve más nítido. El chascón me va a tapar si me siento ahí, pero allá se me van a cruzar todos los que pasen al baño. Ni modo, mejor acá mismo, aunque este grupo de giles vaya a cantar 2 horas alentando a un televisor que no puede escucharlos.
Voy a estar intranquilo hasta que llegue mi schop, pero después de probarlo voy a quedar igual, y no por sed ni alcoholismo, sino porque la ansiedad no se despega. Según cómo vaya el partido me voy a hundir en un tenso silencio o voy, tonto también, a gritarle al televisor como si lograra hacerlo transmitir un gol de los blancos.
El partido no va a terminar con el pitazo final, sino después de pagar la cuenta, despedirme de los parroquianos y los dueños de casa y salir de vuelta a un mundo que, de desconectado con el Planeta Fútbol, se me va a hacer ajeno. Muy grande, también. Voy a caminar, quizás sin tanta destreza ni equilibrio, de vuelta a mi casa, pero en realidad voy a querer estar ahí, en el Estadio Chico, pidiendo otro mientras las pantallas dan repeticiones infinitas.