El Gráfico Chile

Columna de Colo Colo: El chuncho y el león, parte 5

A las 12 del domingo, probablemente algo más tarde, el pitazo inicial dará comienzo a un nuevo clásico que, sin embargo, no tendrá final

 

Álvaro Campos Q
@_Alvaro_7
Columna del movimiento Colo Colo de Todos
FB de Colo Colo de Todos
@ColoColodeTodos

Por si todavía no lo has visto: El chuncho y el león, parte 4

OTRA VEZ, OTRA VEZ
A las 12 del domingo, probablemente algo más tarde, el pitazo inicial dará comienzo a un nuevo clásico que, sin embargo, no tendrá final. Los partidos duran para siempre. Todavía después de 5 años Rafael Olarra está tratando de alcanzar a Luquitas, en un partido que ganamos mientras celebrábamos la final del 2006 sin dejar de reclamar por las 4 expulsiones (Pizarro, Garrido, Barticciotto y Margas) de la dolorosa derrota del ’92.

Es una trenza infinita, y los partidos se suceden uno tras otro de forma circular. Por eso publiqué esta serie la semana antes del partido. Sé que me arriesgo a que los azules ganen (resultado por lo demás probable) y luego la turba se quede con la sensación de que taparon bocas. La publiqué antes exponiéndome a propósito porque me interesa dejar en claro que no tienen que taparme la boca, tienen que analizar los argumentos y datos. Ojalá sin la cantinela de la pasión ni con supuestos sentimientos complejos que otros simplemente no son capaces de entender si no los sienten. Estas palabras nunca apelaron al sentimiento personal, porque eso no está en discusión. Las mentiras, las muchas mentiras, sí lo están.

Siempre supe que escribiría esto. Originalmente iba a ser un correo electrónico dirigido personalmente a aquel estudiante universitario, con copia a mis amigos azules. El tipo era muy simpático, sabía escuchar y las únicas dos veces que estuve con él disfruté mucho de su interesante conversación. Me acuerdo cuando me dijo que si llegaba la sociedad anónima que se anunciaba por esos días, él dejaría oficialmente de ir al estadio para siempre. Salvo, anunció, para la despedida de Marcelo Salas. El Matador todavía no volvía a Chile pero este hincha ya tenía toda la película clara. Ojalá no haya cumplido su palabra, tipos como él se merecen estar en las buenas y celebrar títulos desde el tablón, que es donde saben mejor.

Como ya dije, me fui dejando estar y nunca me di a la tarea de redactar, pero sí comencé el trabajo de ir juntando los argumentos, ir parando la oreja de los mitos malintencionados para ir desarmándolos uno a uno. Años después, ocupo la tribuna que El Gráfico le está dando a Colo-Colo de Todos para escribir columnas semanales, y pese a que no había querido hacerlo porque sentía que era darles una tribuna que preferiría que no tuvieran, algo tenía que hacer con esa bolsa llena de ideas sin hogar. Escribir, entonces, se trata más de limpiar el disco duro, de quitarme las ideas de encima para que pasen a ser entes externos, independientes y libres de morir o ser rescatados por la propia memoria de los lectores.

Estos lectores son, en primera instancia, colocolinos. Quise dejarles algo a lo que recurrir porque no quiero que les mientan más. Y sé que, sobre todo a los más jóvenes, cuando les digan que en la Dictadura esto, que el Monumental aquello, no van a alcanzar a ir a leer los trabajos de quienes se han sumergido en la basura de estos temas para volver a tiempo de responder “¿y tú?”.

No era más que eso. Quiero dejar una especie de testamento de tanta discusión circular en la que corremos como hámsteres, ayudando por supuesto a los que quieran quedarse en ella. Yo ahora tengo un link al que redirigirlos, para salirme del círculo vicioso con la mente despejada.

No tener Facebook me ayuda contra la tentación de responderle a cada pelotudo que leyó sin entender, o haciendo que no entendió. Hubo trozos enteros a los que nadie se ha referido ni ha contradicho. Dicen que las discusiones en internet son como las Olimpiadas Especiales: aunque ganes, sigues siendo retardado. Por otro lado, también me veo privado de entrar en amables intercambios de ideas con tipos de los que uno siempre tiene harto que aprender.

Ni modo, me tengo que quedar con mis propios azules, no más. Gente que desde niño me ha demostrado que tenemos la misma pasión, el mismo dolor, la misma llama. Conozco a varios y los quiero mucho.
UN ROMÁNTICO VIAJERO
El jueves en la mañana brillaba el sol, pero igual llegamos con parka porque fue un invierno frío. Yo todavía tenía la carne alborotada por el triunfo de anoche, todavía no bajaba de la nube, y quería llegar a celebrarlo con mis amigos colocolinos, pero al primer tipo del curso que vi fue a Fernando. Nos vimos de lejos a través del patio y él me puso una sonrisa de par en par. Corrimos a abrazarnos. Fue un abrazo de gol. Era 6 de junio y estábamos en tercero básico.

Obvio que con la marejada de La Nueva U la escena para él terminó siendo hasta vergonzosa, después nos cantábamos canciones de la Garra Blanca y Los de Abajo en la sala de clases. Pero en el fondo tiene el corazón bien puesto: su papá es hincha de La Chile, de los que iban con sus amigos al estadio en los sesenta, otro que se alegró de nuestro título y lo llegó a sentir como propio. Bueno, sabido es que el plantel azul llegó al Monumental a saludar a los monarcas.

Contra viento y marea, llueva o truene, seguimos ambos al pie del cañón tanto con nuestros colores como con nuestra amistad. Hoy vive en Estados Unidos y cuando nos juntamos, no importa que haya tanto tema con el cual ponernos al día, un imán nos lleva a hablar de fútbol con urgencia insistente. Y él no le tiene miedo a decir lo que tanto azul tiene pánico a reconocer, partiendo por asumir que Los de Abajo son una lacra.

Es un romántico viajero en todos los sentidos de la palabra. Me consta: una vez lo acompañé mientras cruzó toda la ciudad para ir a declarársele a una amiga que perdió. Ahora es una anécdota que intercambiamos entre tantas otras, sentados en una mesa, comiendo gnocchi. Mi polola no lo conocía y mientras salimos caminando del restaurante, él le explica lo imposible que fue cambiar el pasaje aquella noche, que el proceso era tan caro que se hizo irrealizable. Al equipo de Sampaoli le perdono que nos hayan hecho 5, y le perdono que nos hayan hecho 4, y le perdono que nos hayan agarrado a bofetadas, pero esa sí que no se la perdono: no le perdono haber ganado la copa más importante de su historia mientras Fernando viajaba en un avión a ver a su familia en Chile. A él, desde la distancia del espacio y el tiempo, un abrazo de gol que celebre la pepa de Vargas en el patio del colegio.

CONTEMPLAR LA REALIDAD
Estamos cerrando el boliche. Me impresiona que haya durado tanto. Siempre supe que sería una columna larga, por eso pensé en dividirla en dos entregas, para no aburrir el lector. Una vez escribiendo, caché que dos no serían suficientes y la lista de cosas que había que decir no se acababa nunca. No quería dejar nada de lado y sé que me van a acosar las cosas que se me haya quedado en el tintero acotar, pero terminaron siendo 5 partes, cada una bastante más larga que una normal. Está bien, era algo para hacer una vez en la vida, ahora que me saqué la mochila de la espalda puedo seguir contando, jueves a jueves, lo que significa vivir respirando Colo-Colo día y noche.

No sé si alguna vez había escrito tanto, y qué bueno que todavía no me han echado de mi pega por el tiempo que pierdo. A la hora del adiós, si tuviera que resumir toda esta larga perorata privada y personal, pediría que el hincha de la E abra los ojos. Lo digo con humildad y respeto: abran los ojos. Despierten. En esta noche oscura en la que el fútbol chileno y sus hinchas se encuentran, mientras el león duerme plácido y con la guatita llena, el chuncho regala su mirada, tranquila y atenta.

Alguien va a ganar el domingo, el que pierda le va a echar la culpa al árbitro, y viene de nuevo el espiral de recuerdos de saqueos: que el banderín que se cayó, que Osses, que Chandía, que a Imperatore los hinchas de la E le cantaron agradecidos cuando se lo toparon en el aeropuerto antes de volver a Santiago. Habrá quienes se enreden en la pelea chica y cotidiana, que antes de que se den cuenta volverá a empezar con goles del recuerdo, y la tapada de Bravo que nos dio un campeonato, y Rivarola festejando un gol de empate a uno colgado del alambrado, y el banderín de Espina cuando los eliminamos en una semifinal, y el banderín de Castañeda en un empate a uno. Partidos que duran para siempre.

Tienen derecho a amar a su equipo sin miramientos, sin complejos, sin pedir permiso y sin necesidad de esconderse tras mentiras. No es necesario. Cuando las inventen, habrá que reventarles el globo y señalarles que la hinchada tan fiel llenó el Nacional para una final continental, solo para tener el estadio semivacío (como todos) en los partidos regulares. Solo en Chile un equipo se puede enorgullecer de “su gente” llevando al estadio tan poca gente. Y enorgullecerse de no cantar “que se vayan todos” (una especie de “Maldigo del alto cielo” futbolístico) cuando también pifia jugadores y técnicos, llegando incluso a amedrentarlos o ya de plano agredirlos. El auto de Espínola. El celular de Héctor Pinto.

Todos los equipos tienen sus vergüenzas, yo conozco bien las mías como colocolino y, aunque nuestros rivales equivoquen la puntería haciendo eco de falsedades, hay mucho que a un Cacique le cuesta aceptar sobre su Club al ir descubriendo su larga y rica historia.

En eso estamos, en eso nos la llevamos los que estamos acá, esos a lo que esto nos importa de verdad, lo suficiente como para leer toda la semana sobre fútbol. El hincha real, en ese incómodo espacio entre la prepotencia gubernamental de un corrupto plan Estadio Seguro, y el crimen organizado de barras bravas que se sientan a negociar beneficios para sí mismos, respaldados por todos quienes cantan que son de abajo o garreros. Somos nosotros los que, unidos más allá de los colores de nuestras almas, tenemos que sacar a los ladrones de cuello y corbata que llegaron a apoderarse a la mala de lo que es nuestro.

Me despido. Me voy. Me callo, al fin. Al hincha de La Chile, a los Simonetti (al primero que le leí la reflexión sobre un Puyol actual) y los Mouat que hay en cada oficina, en cada sala de clases, un gran abrazo, fraterno y cómplice, de un indio, un colocolino rotocochino que los quiere y admira.
A los despreciables y despreciados hinchas del León, del Bulla, de Azul Azul, qué les voy a decir. Nada que tuviera esperanza de que supieran escuchar. Puros giles.

 

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