Juan Ignacio Gardella Berra
Subeditor El Gráfico Chile
@jigardella
Columna publicada el 3 de abril del 2016
Pinilla es un rockstar, pero no de esos que se mueren por una sobredosis o porque les explotan la cabeza y el corazón al mismo tiempo. No, es de esos que supieron ponerle un párele a los excesos y que, pese a todo el agua -y el alcohol- que pasó bajo el puente, se reinventan y terminan cantando arrugados, como Mick Jagger y sus Rolling.
Porque vaya que tocó fondo, a pesar de que era el sucesor de Bam Bam, quizá no con igual cabezazo, aunque sí con más técnica. Explotó temprano, pero ni siquiera alcanzó a presentarse en los escenarios de Milán y apenas hizo un par de conciertos en Lisboa. Realizó varias giras por Europa y Sudamérica, con un paso por Ñuñoa incluido, antes de llegar a un bar de mala muerte en Grosseto, en plena Toscana, donde se sintió como en casa y empezó nuevamente a sumar seguidores.
Y desde ahí comenzó a dar tocatas en distintas ciudades de la bota, ninguna multitudinaria, aunque sí suficientes para hacerse un nombre a nivel internacional y de vez en cuando venir a ofrecer algo de su repertorio al público que lo vio nacer, a pesar de que varias veces suspendiera a última hora por algún problema físico. Acá tampoco es capaz de llenar un Nacional, pese a que somos el cajero automático de todos los cantantes, pero sí un Antonio Tovar de Barinas, tal como 12 años antes lo hiciera en el Metropolitano de San Cristóbal. Esa vez no se tiró de espaldas para que la gente lo vitoreara, sino que se sacó los pantalones, a lo Charly García.
Hoy celebra su brillante actuación sobrio, no se va después del recital a la discoteque de moda para ufanarse de la gran velada que brindó y los tres puntos clave. Ahora es hombre de familia y tiene que cuidarse de los cinco puntos en la cabeza, así que seguramente vuelve a ver El Rey León -esta vez con sus hijos- y buenas noches los pastores.
Pero que me perdone la estrella de rock. Sin desmerecer el vino tinto, sus dos hits en Venezuela no me bastan, más allá de que puedan terminar significando una incursión en el mercado euroasiático el 2018. Necesito el «gracias totales», el agradecimiento eterno, que pudo haber sido en el Mineirao de Belo Horizonte y que, por el contrario, no quedó grabado en un disco de oro o de platino, sino tatuado en su piel y repetido hasta el cansancio en el casete de pesadillas de la Marea Roja.
Aunque si un rockero sigue vivo, siempre está la esperanza de que vuelva a deleitarnos, que deje de lado por un rato su carrera de solista en Italia y regrese para juntarse de nuevo con sus compañeros de rojo. Esos que para él alguna vez fueron «losotros» y le sacaron en cara las lucas en pleno escenario, pero que hoy son «nosotros» y hasta se tiran tallas cuando enfrentan a los medios en la previa de un show.
Está todo dado. La relación ahora es macanuda, porque ante los micrófonos todo es gratitud y palabras de buena crianza, y porque parece que el «9» llegó para quedarse. Pinirock, estamos esperando tu obra maestra, El Último Concierto.
GRAF/JIGB