En un lugar de La Mancha llamado Fuentealbilla, no hace mucho tiempo vivía un hidalgo de nombre Andrés Iniesta Luján. De familia sencilla y honrada, la tez pálida y la faz rosada de sus 12 años escondían los sueños y la determinación propios de un quijote. Pero Andrés tenía un don que lo convertiría en Don Andrés: cada vez que tocaba una pelota, transformaba las sin miradas en ojos de admiración. Su estilo de juego era la inteligencia por antonomasia, el cerebro encarnado en un chaval. Ya era un superdotado futbolista y derribaría molinos de viento. Iniestita, entonces hincha del Real Madrid, destacaba en torneos infantiles defendiendo al Albacete Balompié, club manchego al que ingresó a los ocho años. A los 12, recibió un llamado telefónico desde el Fútbol Club Barcelona que definiría su destino.
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Sancho y La Masía
Al rato de dejar a su hijo en la antigua sede de La Masía (una casa del año 1702, en la que entre 1979 y 2011 vivían los futuros cracks foráneos del Barça), Papá Iniesta se arrepintió y dio media vuelta para ir a rescatar al niño. Pero Mamá Luján se lo prohibió y le hizo entrar en razón. Y es que, en un principio, Andrés había rechazado la propuesta de los catalanes para no alejarse de su familia. Hasta que un día, sin recibir presiones, se acercó a su padre y le recitó al oído: “Quiero ir a Barcelona para hacer realidad tus sueños”. Papá Iniesta lloró e hicieron las maletas.
Las primeras noches en la cantera formativa fueron el momento más duro en la vida del Fantasmita. Sus lágrimas no le dejaban dormir. Sus compañeros y profesores lo contuvieron y consolaron siempre, hasta que reconoció en ellos a su nueva tribu. Dentro del grupo resaltaba un chico de carácter fuerte y desordenado, de posición arquero y de nombre Víctor Valdés, quien terminaría siendo su mejor amigo, su escudero y, prácticamente, su hermano mayor. Sus personalidades opuestas fueron el complemento perfecto que los llevó a triunfar juntos durante 10 años en el primer equipo del Barcelona y en la Selección de España, con la que fueron campeones del mundo. En el 2014, Valdés partió al Manchester United e Iniesta se quedó en el Barça para consagrarse como capitán. Hasta el pasado 20 de mayo.
Visca el Barça
Aunque sólo se ama a un equipo en la vida, si vives en Barcelona el Barça termina impregnándose en ti. Su bandera y su escudo están por todos lados, la gente va silbando su himno, comentando el partido que pasó y soñando con el que pasará. El monumento más visitado de la ciudad no es La Sagrada Familia, sino el Camp Nou. Lionel Messi es Dios en Catalunya, por sobre Gaudí, Miró, Dalí y el propio Dios. En los mesones de los cafés, los bares, las peluquerías, las salas de espera, los bancos y las oficinas, aparece cada día una nueva edición de los periódicos Mundo Deportivo y Sport, con al menos 10 páginas dedicadas al equipo culé, además de sus portadas. Mientras los adultos se debaten entre españolistas e independentistas, los niños se pasean con sus camisetas azulgranas, soñando ser Suárez, Iniesta, Messi…
El fútbol del Barcelona es el arte de la posesión. Del juego y de la pelota. Es lo que se enseña en La Masía y logró su mejor expresión bajo las órdenes de Pep Guardiola, el ciclo técnico más exitoso en la historia del club, entre los años 2008 y 2012. Ese equipo, el 2009, se convirtió en el único en el mundo que ha conseguido un “sextete” (ganar las seis competencias que disputó en una misma temporada) a nivel profesional masculino, al coronarse en Copa del Rey, Liga de España, UEFA Champions League, Supercopa de España, Supercopa de Europa y Mundial de Clubes. El estilo de juego barcelonista permite y aplaude la improvisación y la sorpresa, mientras el rival no se apodere del sagrado balón. El mejor exponente de esta escuela ha sido Iniesta, aunque el alma del Barça es Messi. El espíritu es Piqué. El corazón, Lucho Suárez. Pero el cerebro es Iniesta. Y así también le llaman. Su conciencia del espacio-tiempo es única. Los rivales no alcanzan a acercársele, como si en torno a él se generara un campo magnético. Si se arriman es porque él lo permite, como si desde una dimensión omnisciente, paralela y telepática, coordinase los hilos de todas las marionetas. Si los deja venir, con dos regates puede librarse de cuatro oponentes para encontrar el claro y dejar solo y con ventaja a un compañero. Don Andrés es ambidiestro y construye paredes cortas consigo mismo. Es un escapista, un ilusionista, un maestro de ceremonia, un director de orquesta -de jazz-, un dibujante, un mago. Siempre brinda espectáculo para salir limpio y jugando. Nunca por humillar a un rival. Para quienes vemos el fútbol desde la grada, el pupitre de prensa o el sillón de la casa, los mejores futbolistas son los que, sin tener la visión panorámica del espectador, resuelven o deciden la jugada tal como lo haría quien observa desde arriba. Así no funciona con Iniesta. Él hace siempre lo inimaginable. Un jugador absoluto.
Al final del juego
Todos los días son especiales en Barcelona y éste lo es más aún. Andrés Iniesta juega su último partido por el Barça, que recibe por la jornada 38 de La Liga a la Real Sociedad. La organización ha dispuesto el eslogan “Infinito Iniesta” y como logo, en consecuencia, ha girado en 90° el clásico “8” dorsal de la camiseta de Don Andrés a posición horizontal. Los atardeceres de un día soleado en primavera visten una luz tan mágica, estimulante y naranja, como cuando se proyectan en el iris 90 mil banderitas agitándose en el Camp Nou. El estadio está lleno. O “el campo está a petar”, comenta una señora en la Puerta 16.
El fútbol no recuerda a otro jugador que haya gozado universalmente de tanto respeto, cariño y admiración simultáneos. No los tres tan al unísono ni tan merecidamente. Noble, genuino y auténtico, su ego lo dejó hace 22 años con sus padres y su hermana en su pueblo de infancia. Allí abrió su propia viña en el 2010, “Bodega Iniesta”, negocio familiar al que volverá a dedicar su vida después de su aventura japonesa, en la que sin éxito intentarán hacerle sentir como un dios.
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Andrés se casó y tuvo tres hijos con Anna Ortiz, una peluquera catalana de tan bajo perfil como su marido. En 799 partidos como profesional, nunca salió expulsado. Jamás se peleó con un rival ni tuvo un mal gesto cuando lo sustituyeron. Ganó cuatro Champions League, dos Eurocopas y un Mundial, entre un total de 37 títulos que lo sitúan como el español más ganador de la historia. Estuvo nominado al Balón de Oro al mejor jugador del planeta durante ocho años consecutivos, un premio casi imposible de obtener en la era de Leo Messi y Cristiano Ronaldo. Si es campeón del mundo en Rusia, su último reto con la Selección, deberían por fin dárselo. Porque pese a los goles eternos de Messi, en esta última temporada Don Andrés fue el mejor de su equipo, que extravió la pelota cada vez que él no estuvo. El apodo evolucionó a San Andrés cuando con sus milagros detuvo tempestades. A sus 34 años, Iniesta se marcha digno y altivo. Por eso es el momento.
Iniesta para todos
Cuando sigues ininterrumpidamente al Barcelona desde la época de Ronaldinho, asistir a la despedida de Iniesta se siente como estar bailando en la fiesta de matrimonio de tu primo favorito. Genera endorfinas, las hormonas de la felicidad. A propósito -sostiene la mitología científica-, la tasa de natalidad en España se disparó en abril del 2011, nueve meses a contar del gol del Cerebro a Holanda en la final del Mundial de Sudáfrica.
Iniesta no es patrimonio exclusivo del Barça, es un tesoro del fútbol. Ha sido aplaudido por los hinchas de sus rivales en todos los estadios del país y en varios, incluso, ha salido ovacionado. Es el único jugador culé querido y respetado por la afición del Espanyol, acérrimo enemigo blaugrana dentro de la Ciudad Condal: la mítica camiseta con la que celebró su gol del 2010 a los holandeses, en la que se leía “Dani Jarque, siempre con nosotros”, iba dedicada al entonces recientemente fallecido capitán del conjunto periquito.
Una de las últimas grandes sinfonías del manchego -merecedora de ser revisitada- tuvo escenario en el Wanda Metropolitano: Sevilla-Barcelona. Andaluces y catalanes enfrentados en Madrid por la Final de la Copa del Rey 2018. El “8” fue la estrella del 5-0 en favor de los culés. Esa noche, los orgullosos hinchas sevillanos le regalaron aplausos y lágrimas, en el que, ya se especulaba, sería el último partido en que lo sufrirían como rival.
El último concierto
El “trámite” del partido nunca había estado tan bien rotulado. Tras un recibimiento espectacular y multicolor para el homenajeado, los equipos no se juegan más que el honor y las estadísticas. Iniesta se nota, por primera vez, algo nervioso en sus intervenciones sobre la cancha. El primer tiempo es una letanía, pero es la última vez del capitán y nadie quiere que termine. Una afeitada criminal de Navas al tobillo de Dembélé, sancionada apenas con tarjeta amarilla, enciende los fuegos justo antes del descanso.
Ya en el minuto 57, llega el golazo que sellará el 1-0 definitivo. Su autor, Coutinho, se ha incorporado en el último mercado de invierno europeo en plan relevo del Fantasmita, quien regala sus últimas perlas en medio y so pena de la oda al juego brusco de los vascos. Lienzos y cantos se despliegan honrándole, matizados con el “campeooones, campeooones, oe, oe, oeeee”, con el que se festeja el doblete conseguido esta temporada en Copa y Liga, y por el tradicional grito por la independencia que gran parte de la tribuna vocifera en los dos tiempos de cada partido al caer el minuto 17 con 14 segundos. Así se rememora el año 1714, en que Barcelona cayó frente a las tropas borbónicas. Inmediatamente, le sigue un grito de libertad de los actuales presos políticos catalanes.
Ha llegado el momento. Paco Alcácer ingresa por Don Andrés. El mar de banderas sopla un mantra: “Inieeeeestaa, Inieeeeesta”. El Cerebro se queda en blanco. Sólo ve sus lágrimas. Las mismas de aquellas interminables noches en La Masía. Más añejas y más dulces. Licor de cepa madura. Traspone la línea de cal y despierta de su sueño convertido en leyenda. Corre el minuto 81. “8” y “1”. Porque Andrés es tan infinito como único. Infinito Iniesta.
Palabras al cierre
Lo que queda de juego es cuenta regresiva para la despedida final -entre tantas-. El árbitro baja el telón y nadie abandona el estadio. Las luces del recinto se apagan y se encienden las linternas de los celulares. Decenas y decenas de miles. Parecen millones. O el cielo estrellado, como se aprecia sin luna en la mitad del desierto. Hasta que aparece la verdadera estrella de la noche. Lo rodea una luz. Como siempre. Se para y habla. Al Universo. Al deporte. Al fútbol. A su familia. A su club. A su afición. Porque Andrés no es tímido. Aunque tampoco carismático. Es prudente, recatado, reservado, humilde, cauteloso e introvertido. Pero jamás tímido. Su épica está llena de insolencia, de valentía, de arrojo. Toda escrita sobre los campos. Del Nou, del Bernabéu, de París, de Roma, de Wembley, de Berlín, de Viena, de Kiev, de Johannesburgo, de Stamford Bridge… Ni una sola gota de tinta derramada en la zona mixta, ni en la sala de conferencias, ni en los programas de televisión, ni mucho menos en las discos, las autopistas o los bares. Iniesta siempre ha sido Andrés. Que toma el micrófono y agradece: “¡Visca el Barça, visca Catalunya y visca Fuentealbilla!”. Sus compañeros lo mantean. Vuelta olímpica y hasta siempre. Los fuegos artificiales iluminan toda Barcelona. The show must go on…
En un lugar de la noche…
La última función de Don Andrés en el teatro con más aplausos del mundo ha finalizado. Ya es de madrugada y la cancha yace tendida mirando al firmamento, desvelada por las aún despiertas torres de iluminación. El silencio hace ruido. Las tribunas están secas. De pronto, aparece Iniesta pisando el campo. Descalzo, aún de corto y con la “8” bien puesta. El Fantasmita es ahora “El Fantasma de la Ópera”. Es su rito. Su momento y su espacio. Su más genuino adiós… Pero ya no es Iniesta. Es su fantasma. Sacándose una selfie en la mitad del Camp Nou.