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Columna de Juan Manuel Astorga: "Necesaria sensatez"

A diferencia del ataque japonés a Pearl Harbor en 1941, EEUU estaba enfrentando desde el 11 de septiembre del 2001 a un enemigo que eludía a todos. Como no era presidente de un país, no había una tierra a la que ir a buscarlo. Podía esconderse donde quisiera. Peor aún, hallarlo y darle muerte no garantizaba nada. Con su deceso no hay aval de que el movimiento detrás suyo desaparezca.

Muerto Hitler, se terminaba el nazismo. Muerto Osama, no se acaba el terrorismo. Pero dar con su paradero y no exterminarlo parecía incluso peor que no encontrarlo nunca. Si lo hubieran tomado en custodia, EEUU se habría enfrentado al procedimiento legal más complejo de toda su historia. Los problemas habrían sido infinitos. ¿Quién debería haberlo juzgado? ¿Un tribunal militar o uno penal? ¿Dónde debería haber quedado detenido? ¿En Guantánamo? ¿Habría podido Bin Laden tener realmente acceso a una justa defensa?

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¿Hubo legalidad en la acción militar estadounidense? Nos dicen que sí, pero puede que no. Si al momento de su captura Bin Laden intentó atacar a los soldados norteamericanos, no quedaba más que dispararle. Pero nunca sabremos si lo pillaron armado hasta los dientes o desprevenido leyendo el diario en su cama.

EEUU parece haber obtenido el paradero de Osama luego de torturar a un prisionero de la cuestionada cárcel de Guantánamo. Esa información habría aparecido luego de aplicarle el sistema de la “asfixia simulada”, un método de tormento en el que se hunde la cabeza del prisionero en el agua, haciéndole creer que morirá ahogado si no habla. En teoría la cárcel de Guantánamo estaba en proceso de ser cerrada. Con esta confesión bajo tortura, se encontró la excusa perfecta para mantenerla abierta. Y ahora, atormentar a un prisionero con métodos poco ortodoxos al estilo Jack Bauer en la serie “24” podría para muchos ya no ser algo tan condenable. Rinde frutos. Da resultados.

EEUU no consultó con nadie su accionar. Seguramente en su lugar y después de la brutal e inédita agresión del 11 de septiembre, cualquiera hubiera hecho lo mismo. Pero hasta la venganza tiene sus normas y reglas. No sabemos si se respetaron.

Hace algunos años EEUU decidió invadir Irak para capturar, enjuiciar y decapitar a su presidente bajo el argumento de que brindaba apoyo a Osama Bin Laden y porque tenía pruebas de que fabricaba armas de destrucción masiva. El mundo entero le dijo que esas pruebas eran insuficientes. El Consejo de Seguridad de la ONU se opuso terminantemente al ataque. El Gobierno del Presidente George Bush hizo caso omiso a esa orden. Invadió, capturó y ejecutó a Saddam Hussein. Nunca presentó pruebas y las pocas que se conocieron resultaron ser falsas. Su accionar fue el de una superpotencia que no le teme al resto y que no recibe órdenes, pero también, el de un país que se considera líder de un mundo unipolar.

Osama debía morir. Por lo que hizo y porque mantenerlo en una cárcel habría sido inmanejable, no podía seguir vivo. Pero las formas importan y hasta en la guerra el “cómo” es tan relevante como el “qué”. Si EEUU no aprende esa lección, el riesgo de que otro loco como Bin Laden se lo recuerde con un atentado está a la vuelta de cualquier esquina estadounidense.

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