Opinión

Columna de Copano: "Una historia de terror"

Francisco vive en un barrio de clase media en la periferia. Casas iguales a las del vecino con pequeñas modificaciones. Cerca de él hay una farmacia, un supermercado y un videoclub, como en tantos barrios. Va en cuarto medio. Para llegar a su colegio toma micro. Estudia en una cadena de colegios perfil McDonald’s donde usan uniformes que se compran en cierto mall y se levanta temprano para decir presente en la lista. Es una vida promedio: ya cogió un par de veces con una compañera, ha tomado en un carrete y hasta probó pitos pero no le gustaron.

Le han dicho que las buenas notas le permitirán escalar en la vida. Su padre, mecánico, tiene la esperanza de tener un médico, o un arquitecto. Quién sabe. La madre es más permisiva y sostiene que tiene que estudiar algo que le haga feliz.

En el colegio lo preparan poco y nada. Es más, entra el frío en la sala culpa de un vidrio roto lo que hace la estadía incómoda en esa cárcel. Sus compañeros más desordenados impiden que tome mucha atención y siempre hay un buen motivo de los más locos del curso para discutir con los profes y salir antes de la sala. Por eso, contrató un preuniversitario, también conocido como quinto medio, un poco urgido por darse cuenta que no retenía demasiado la materia.
Pasaron las semanas. Llegó la PSU. No le fue tan mal pero tampoco brilló. Era uno más.

La publicidad que comenzaron a pasar en la tele hablaba de instituciones privadas donde iba a “pasarla bien y crecer”. Empezó a revisar la oferta como un jugador deseado por los equipos europeos y sin regulación alguna llego a la Universidad Grande. La UG. Donde los ingenieros tenían todo por delante. Como él, un joven chileno que cantaba la canción nacional cuando la pasaban en la tele al jugar la “Roja”.

Para llegar a la UG cruzaba toda la ciudad. Los profesores hacian ciertas clases que le agradaban y otras no tanto. Se echó dos veces ramos, pero no importaba: aún quedaba la posibilidad de pactar otra vez y seguir pagando. Al final, cachó que el truco eran las lucas y como los viejos querían que saliese algún día (la fortuna de ser hijo único) no les importaba atrasar.

Muchos tomaban otra carrera dentro de la UG. A la UG le importaba ganar plata y no tenía ninguna intención de ser regulada. Su publicidad seguía vendiendo un mundo para­lelo de oportunidades automáticas en base a una cultura exitista y le habían dicho que todo se abriría para él. Pero también se lo dijeron a Roberto que no sabía contar, a Pamela que estaba aburrida, a Juanito y así a miles de compañeros.

Y ahí estaba la trampa: nunca le ayudaron a emprender ni tampoco a especializarse. Era uno más de una manga de robots paga cuenta. Nada de hacer facturas ni armar estrategias con grupos para armar un camino paralelo en una carrera saturada como la que había elegido. Él pensó que por haber comprado un camino se le tenía que entregar todo y comenzó a asumir la idea que sería un grande por su paso en la universidad.

Al salir, tocó puertas y nadie lo recibía con mucho entusiasmo. “Es que es más difícil sin pituto” se rezaba a sí mismo y pasaban los meses. Y los años. Y de pronto estaba atendiendo una caja en un supermercado con una deuda millonaria equivalente a la de un departamento. Y estaba enojado. Muy dolido con la vida. Chile lo había engañado sin ninguna posibilidad de crecer. Sólo había comprado la ilusión del futuro con intereses caros.

Un día llegó donde su viejo, el mecánico, que había conseguido un taxi. Y lo empezó a manejar. De pronto puso una radio y una voz salió diciendo “por favor, admitamos que es mucho mejor que existan taxistas con título que sin él” y apretó los dientes. Se subió un cliente que hablaba por celular. Era otro ingeniero, igual que el, detectó. De otra universidad quizás. De otro barrio, otro mundo, pero representaba que él había fracasado. Y estaba atrapado. Y el odio creció y creció. Diseñar monstruos y odio a cambio de un crédito infinito. Puro dolor.

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