Opinión

Columna de Juan Manuel Astorga: "El fin de una era"

Su muerte no deja indiferente a nadie. Somos incrédulos ante la desaparición de un ícono que marcó a millones de personas. Un punto de referencia que señala un antes y un después imborrable en nuestra historia y en la vida de cada uno de noso­tros. Porque incluso, aunque exista a quienes no les haya gustado lo que hizo, su existencia, sus logros y sus metas cumplidas están ahí, son palpables y se hacen ver.

Primero conocimos de su existencia a través de un símbolo multicolor.

Y nos cautivó porque fue mucho más de lo que algunos habrían apostado. Lo hizo, entre tantas otras cosas, porque impuso una filosofía que seguirá estando en la memoria de quienes en su momento le admiramos por su arrojo y valentía. Consiguió lograr, en el fondo, lo que otros no pudieron o ni siquiera se atrevieron a hacer: una pacífica revolución de cambios.

Su creatividad, a veces ilusa, nos llenó de optimismo. Descubrimos de su mano un mundo allá afuera que habíamos olvidado o que ni siquiera imaginábamos que podríamos vivir. Ese probablemente es su mayor meta y también su mayor ganancia.

No se puede obviar de este obituario el evidente hecho de haber tenido al frente a un duro contendor. Para llegar hasta donde lo hizo tuvo que destronar con armas legítimas y estrategias originales a un dictador que copaba el espacio al que se aspiraba a llegar. Un menester complejo porque, cuando impera el dominio absolutista, mandar para la casa a un tirano o, por lo menos, intentar coexistir pacíficamente, resulta una pega enrevesada y engorrosa.

Fue funcional a nuestros tiempos, qué duda cabe. Pero en los mejores años de su vida no se dedicó exclusivamente a brindarnos solución a problemas cotidianos. También se ocupó de la forma. Aunque en esto de la estética siempre hay más de una opinión, no podemos desconocer que en el comienzo de su gran etapa cuidó las formas para no herir las susceptibilidades de quienes estaban acostumbrados y a gusto con un sistema operativo diferente.

A nadie le gusta hablar mal de los muertos. A mí tampoco. Y es probable que sea políticamente incorrecto hacerlo. Pero debemos ser justos. El egocentrismo acompañó también parte importante de su existencia. Quizás no habría llegado tan lejos de no haber tenido tan alto concepto sobre su propia subsistencia en un mundo que muchos aspiran liderar pero al que pocos consiguen llegar tan alto.
Sus grados obsesivos le jugaron a favor en muchas oportunidades. Otras, sin embargo, dejaron su imagen por el suelo. Se equivocó y no quiso escuchar consejos. Se obsesionó con ideas y proyectos que no funcionarían y eso, aunque cueste asumirlo, también forma parte de su currículum.

Es legítimo preguntarse qué pasará ahora que ya no está con nosotros. Cómo se podrá seguir adelante con su legado si quien lo encabezó hoy no está. La duda deja más vacíos que certezas. Pero hay una que tenemos clara: aunque tuvo errores, sus aciertos fueron muchos más que sus faltas. Eso lo reconoce incluso su competencia.

La muerte de Steve Jobs bien valía ocupar esta página de opinión. Su legado, sus logros y también sus desa­­ciertos son materia de análisis en todo el mundo. Pero la verdad es que esta columna no se refiere a él. Habla de la muerte de la Concertación. Al menos de esa Concertación tal cual la conocimos en su momento. Fue un referente político, desafió una dictadura, consiguió imponer su filosofía, generó cambios que nunca imaginamos y dejó una huella en nuestra historia. Pero su derrota en las urnas y sus intentos por reordenarse han redundado en un fracaso tras otro. Su muerte más evidente la vimos esta misma semana, cuando hicieron público un documento debatido largamente y en el que sólo concluyen que desean conformar una “nueva mayoría para cambiar Chile”, sin saber cómo y por qué.

Un Chile que ellos mismos administraron durante 20 años y que hoy le da la espalda. Un cambio que, dicen, es necesario pero que no hicieron en su momento. Modificaciones que hoy miran como urgentes pero que antes les resultaban innecesarias. Tutelaron un modelo que les quedó cómodo pero del que hoy parecieran renegar.

La Concertación es reflejo de su tiempo. Un reflejo que entonces brillaba porque iluminó un camino que vimos oscuro. Pero es reflejo de un tiempo pasado. El presente convoca nuevas mayorías sociales que exigen cambios que la Alianza acepta apenas y a regañadientes y que la Concertación no supo o no pudo hacer en dos décadas.

Hoy muere para renacer. De eso no hay dudas. Pero ya no existe como la conocimos en su máximo esplendor. Y como la manzana multicolor que alguna vez tuvo de Apple, su arco iris hoy es gris. El tono que alcance dependerá de la forma en que resurja. Y así como la empresa de Jobs tuvo que vivir una crisis para volver a tocar el cielo, la Concertación deberá primero definir hacía dónde quiere ir antes de querer llegar.

Como a Steve Jobs por sus logros, nunca la olvidaremos. Por ahora, sin embargo, es mejor vivir el duelo.

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