Sabemos lo que están pidiendo, pero no si les darán una respuesta satisfactoria. Conocemos el porqué de su molestia, aunque no si habrá sosiego a ese fastidio. La ciudadanía lleva meses expresándose en las calles. No tenemos idea de cuánto tiempo más durarán las movilizaciones y menos en qué podrán derivar. Pero algo sí está claro: el agobio social se palpa. ¿Tendrán las autoridades la capacidad de calmarlo?
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Esta historia no es nueva. Aunque por razones diferentes, Chile ya la ha vivido antes. Y esas demandas fueron escuchadas, pero no atendidas. Miremos un poco nuestra propia historia para saber cuánto hemos aprendido de ella.
A mediados del siglo pasado, Chile experimentaba una pronunciada agitación colectiva que rogaba por una mayor inclusión social y económica. La había gatillado una creciente urbanización. En muy poco tiempo, miles de chilenos habían dejado de vivir en el campo para convertirse en habitantes de la ciudad.
Pero ese cambio implicó para ellos nuevas necesidades que no eran atendidas por la autoridad. El Presidente Gabriel González Videla, quien gobernaba a comienzos de 1950, no supo dar respuesta a esas demandas y, de hecho, en la más controvertida y recordada de sus decisiones, impulsó una ley que proscribió al Partido Comunista. La “Ley de Defensa de la Democracia”, conocida luego como la “Ley Maldita”, demostró que el último presidente radical que tuvo Chile prefirió culpar al único partido que recogía las demandas de estos nuevos ciudadanos en lugar de comprender que lo que pedían era una mayor inclusión porque se sentían parte de las urbes, pero completamente marginados.
No pudo hacer mucho más por responder a esas peticiones el Presidente Carlos Ibáñez del Campo, quien volvía al poder en un segundo gobierno. Más preocupado de corregir los errores de su primer período, el general Ibáñez trató de calmar a las masas y, aunque tuvo algunos éxitos reconocidos en la historia, disparó el gasto público y la inflación. Al final de su mandato la ciudadanía estaba igual o incluso más empoderada pero también más ahogada.
La historia le dio una oportunidad luego a Jorge Alessandri Rodríguez, el último presidente de derecha en Chile antes de Sebastián Piñera. A fines de los años 50, Alessandri pudo controlar la inflación pero se encontró con un escollo impensado: se había desatado la Revolución Cubana, que azuzó aún más al movilizado Chile de comienzos de los ‘60. La población seguía demandando cambios, pero estos no llegaban.
La esperanza de respuesta acompañó el triunfo del Presidente Eduardo Frei Montalva. Nadie duda que el gobernante entendía perfectamente cuáles eran sus desafíos y la necesidad de aplicar cambios. Era el tiempo de la “revolución en libertad” y de la “patria joven”, donde los estudiantes marchaban pidiendo una renovación política y cambios sociales más profundos. Frei estaba de su lado, pero fracasó en su intento por responder a las demandas que llevaban años acumulándose. No pudo convencer a los grupos de poder para que aceptaran una mayor inclusión social y a la izquierda y la juventud movilizada de que había que avanzar con firmeza pero sin desesperarse. Las demandas seguían sin ser acogidas.
Recogió el guante Salvador Allende, quien llegó al poder prometiendo una mayor inclusión social, una promesa incumplida que terminó con un país polarizado e intervenido militarmente. Y aunque se generaron cambios durante la dictadura, en gran medida se consiguieron porque no hubo debate político ni Congreso que intermediara. La oposición había sido erradicada de la peor forma posible. La paradoja mayor es que la Constitución de 1980 y el modelo económico impuesto por Pinochet respondieron de alguna forma a las demandas, pero se escribieron con letra temblorosa y a sangre y fuego. Para una parte importante del país -de ahí la famosa polarización, el Chile de los dos polos- el trauma opacó los cambios.
Después de 20 años en democracia, la sociedad ha vuelto a las calles. Y como ocurría a mediados del siglo pasado, pide ser escuchada. Sabemos cuáles son sus demandas, pero no si tendrán respuesta. Roguemos para que nunca se repita la historia.