Opinión

Columna de Juan Manuel Astorga: "La lacra del lumpen"

Hace cinco años, cuando los estudiantes secundarios se organizaron para salir a protestar exigiendo justos cambios en la educación escolar chilena, el país entero se plegó a sus demandas. Claro que no fue un proceso instantáneo. Su firme convicción de que era necesario derogar la Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza, la famosa Loce, los llevó a expresarse en las calles una vez salidos de clases. Tarde a tarde y durante varios días, ocupaban la Alameda y otras avenidas mostrando lienzos y carteles con leyendas alusivas a sus peticiones. Eran tiempos en que el Transantiago llevaba apenas algunos meses de funcionamiento y, por lo mismo, para cientos de miles de chilenos era una odisea poder tomar una micro para volver a casa. Que además los escolares entorpecieran el tránsito con sus movilizaciones, terminó por generar más rabia que simpatía hacia ellos. Habrán sido niños, pero no por eso tontos y más temprano que tarde entendieron que tirarse encima a los afligidos ciudadanos de a pie no era buen negocio. No tardaron nada en decidir llevar sus movilizaciones hacia dentro de los propios colegios. Optaron por tomarse los establecimientos en lugar de las calles. Sus reivindicaciones serían las mismas pero no arriesgarían perder el apoyo ciudadano. Una decisión sabia porque los pingüinos no perdieron nunca el respaldo a sus demandas.

Ha pasado poco más de un lustro y los estudiantes han vuelto a la carga. Los escolares porque poco de lo que les prometieron a cambio de deponer las tomas se cumplió y los universitarios porque ya era tiempo de exigir una reforma profunda a un sistema inequitativo, de dudosa calidad y demasiado costoso.

Las encuestas avalan que la mayoría del país estima imperioso corregir la actual estructura educacional. Pero eso no equivale a que las movilizaciones y tomas se estén granjeando un respaldo equivalente. Las marchas pacíficas siguen siendo multitudinarias y coloridas, pero están terminando de forma cada vez más caóticas. No se puede responsabilizar a la Confech de los actos vandálicos y delictivos porque el lumpen aparece cada vez que encuentra la ocasión: al término de un partido de fútbol de alta convocatoria, al concluir una marcha por los derechos indígenas o en un supermercado frente a un repentino corte de luz.

Culpar a los estudiantes de los hechos violentistas sería injusto, pero en cambio sí se les puede pedir mayor nitidez a la hora de condenarlos. Harta razón tuvo esta semana el alcalde de Santiago, Pablo Zalaquett, cuando dijo que le gustaría ver en tribunales a Camila Vallejo y Giorgio Jackson querellándose contra los responsables de los destrozos contra la propiedad pública y privada.

Los dirigentes estudiantiles han hecho varios llamados a marchar en paz, pero en honor a la verdad, uno quisiera que así como tienen firmeza a la hora de requerir lo que es justo, no se aprecia la misma dureza pidiendo sancionar a los causantes de las cada vez más comunes actividades delictuosas.

La Confech está llegando a una encrucijada. Las movilizaciones cumplen medio año y, a pesar de ello, poco se ha conseguido desde la perspectiva práctica. La ley de Presupuesto 2012 para educación se presenta como insuficiente frente a sus demandas y no se ve en el horizonte cercano ninguna posibilidad de un incremento sustantivo. La mesa de diálogo con el Gobierno quedó suspendida y a los parlamentarios que debaten en la comisión de Educación les está costando un mundo ponerse de acuerdo. Por lo mismo, el conflicto se ha dilatado más de lo que cualquier cálculo previó inicialmente.

Para padres, apoderados, escolares, universitarios, profesores y académicos, las legítimas exigencias que han puesto arriba de la mesa les está costando caro y mientras más tiempo pase, más costos tendrán que asumir ellos y el país. Agregarle a eso el daño comunitario que originan actos violentos que no reciben una enérgica condena social de los dirigentes se ve peligroso y poco sensato.

Al otro lado del conflicto, la autoridad tampoco parece hacer lo suficiente para ponerle rápido término a una lacra que está envenenando los genuinos reclamos de mejor educación. Anunciar mano dura hasta ahora no ha dado ningún resultado efectivo. Lo comprueba el hecho de que en la misma semana en que el ministro del interior, Rodrigo Hinzpeter, notificara que aplicará la Ley de Seguridad del Estado, como nunca antes se generaron acciones extremistas al término del acto estudiantil. Controlar o reprimir a los delincuentes lo único que ha dejado es carabineros heridos. Nada más.

¿Dónde están los informes de la Agencia Nacional de Inteligencia, ANI, anticipándose a los hechos? ¿Cómo es posible que nadie previera en el Gobierno que frente a la Usach y el Pedagógico, lugares históricos de barricadas, se volverían a generar protestas? Si los encapuchados actúan espontáneamente según el momento, se ve difícil saber cuándo y dónde cometerán sus fechorías. Pero si el propio Gobierno ha calificado estos actos como parte del “crimen organizado”, uno supondría que frente a actividades planificadas y organizadas, la oficina de inteligencia del Gobierno y de Carabineros hace rato que tendrían elaborado un perfil con las identidades de los delincuentes. Hasta ahora no se aprecia ninguna estrategia clara de parte de la autoridad.

Si de lado y lado le estamos poniendo poco para evitar que el lumpen y los extremistas copen las calles, ensucien el movimiento e indignen a los mismos ciudadanos que han apoyado las reivindicaciones, quejarse luego será un consuelo tan tonto como inútil.

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