Opinión

Columna de Bernardita Ruffinelli: Encapuchados chic

“Ya está el lumpen en las calles otra vez, los encapuchados anarkos, los antisociales, los infiltrados, los que están ahí sólo para destruir y no les preocupa la profundidad ni el impacto de la causa”. Ese es el discurso clásico cuando vemos funas, protestas, marchas, manifestaciones y reuniones de carácter ciudadano en lugares públicos.
La funa al alcalde de Providencia, Cristián Labbé, no fue la excepción, claro que habían encapuchados tirando piedras y quebrando vidrios de manera innecesaria. Pero más que en el desadaptado enfurecido de siempre, quise fijarme en quiénes eran la gran mayoría de los manifestantes, quiénes eran la masa, quiénes eran los que cubrían calles y veredas aplaudiendo y gritando, huyendo del guanaco, llorando con las lacrimógenas y sobándose el ardor de la cara gracias al zorrillo.
Esa masa no era lumpen, esa masa era vecina de Providencia, era gente linda, gente bien, gente que vive en un buen barrio y que paga caro por vivir ahí.  Era gente que tiene un poco la vida resuelta y que no anda “pidiendo cosas”. La gracia de esa gente y de esta manifestación en particular, en mi humilde opinión, fue que de todas formas salieran a protestar frente a un acto de bajeza moral como fue el homenaje al ex brigadier de la Dina Miguel Krassnoff. La importancia de saber que quienes viven ahí, sin grandes complicaciones, han sabido distinguir entre una buena gestión como alcalde y el vacío valórico que significa homenajear a un hombre que fue condenado por atentar en contra de los derechos humanos.
En la funa se veía mucha hippie vestida de Umbrale, mohicanos perfectamente cortados y tinturados al más puro estilo Be Cute, señores de pantalones Dockers y señoras de arito perla que por primera vez salían a la calle a este tipo de manifestaciones. Una hija le gritaba a su madre “mamá, no te eches agua en la cara, es peor” y así le enseñaba lo traicionero del polvo del zorrillo, en una actividad que las unía. Otros gritaban “viene el guanaco, guarden los smartphones” en un acto de profunda solidaridad, ya que iPhone y BlackBerry aún no tienen su versión resistente al agua para sobrevivir a las protestas sin preocuparse. Y todos, unos más blancos que otros, aplaudían y zapateaban en contra de Labbé.
Un caballero muy fino, muy educado y por sobre todo muy atento y amable, se paraba a la salida del portón eléctrico de su preciosa y enorme casa, y miraba estoicamente cómo un encapuchado rayaba con aerosol rojo una consigna anti Labbé en su impoluta y perfectamente pintada muralla blanca. El caballero no dijo nada, sólo miraba. El encapuchado, atónito por la actitud espartana del dueño de casa, le dijo: “Vaya a decirle a Labbé que le pinte la muralla de nuevo”, y el hombre continuaba mudo. El encapuchado terminó su cometido, y se fue. Nosotras nos quedamos, fotografiamos al impertérrito caballero junto a la muralla pintada y le preguntamos qué opinaba. “Yo no voté por Labbé, es un huevón”, respondió.
Entonces nos queda la moraleja de que no importa lo bien que vivas, lo cómodo que estés y lo pituco que te veas, siempre quedará espacio para molestarte y repudiar a aquellos que creyendo que el poder económico y político lo es todo, tienen la sinvergüenzura de homenajear a criminales procesados y pensar que aún quienes votaron por él, no lo reprocharán. Entendamos así también que la honorabilidad y compromiso con la vida humana no tiene diferenciación de clases sociales ni partidos políticos, y que cuando Labbé dice: “No quiero que en Chile el que piense diferente sea aplastado”, yo le respondo fuerte y claro, que Chile se convertirá algún día en un país que no aplasta al que piensa diferente, pero que nunca dejará de aplastar al que en dictadura jugó a tener el sartén por el mango torturando y asesinando al disidente. Vamos a ver qué pasa en las próximas elecciones. Y si gana Labbé, hagamos como que nunca escribí esta columna.

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