Opinión

Come y calla, por Felipe Espinosa: "Surrealismo italiano"

Caminando por el Parque Forestal te das cuenta de que la clausura de Fruna es, sin duda, un golpe bajo al catálogo de helados, bebidas y confites tradicionales y de precios populares. Cómo olvidar la galleta Carioca a la salida del colegio, esas bebidas mini cuando finalizan los recitales y por supuesto el exquisito Mustang arriba de la micro, una marca clásica que tendrá que aplicar reingeniería para salir adelante. En eso estaba con una bebida en la mano cuando me dejé tentar por la muestra “Matta 100” en el Museo de Bellas Artes, un imperdi­ble que está por terminar y que por una módica suma permite que veas de cerca algunas obras del más destacado pintor chileno de todos los tiempos, un surrealista amigo de Picasso que sorprendió al mundo desde fines de los 30 hasta los primeros años de este milenio. Un loco o un genio; para mí, un inspirador.

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Finalizado mi tour pictórico me aba­lancé de vuel­ta al parque hasta su término y es ahí donde me adentro en otro clásico gastronómico capitalino que lleva más de 60 años de tradición, 30 en el local actual, un boliche que estuvo, está y estará presente en el colectivo consciente de todo capitalino, la catedral del sánguche.

Mientras en mi iPod suena Florcita Motuda hago in­gre­so a la Fuente Alemana.
Sería difícil recordar cuándo y cómo visité por pri­me­ra vez este lugar de culto. Sólo se me viene a la mente un flash de la mano de mi padre que sería la primera de innumerables visitas en busca del sánguche perfecto. 

Llama la atención que aunque el tiempo pasa, aquí el servicio y los productos se mantienen. Aquí las tías te atienden ama­blemente, sin mucha de­mora. Ya te tienen una garza de cerveza enfrente. Acá destaca la materia pri­­­­ma, la mayonesa y el pan son de fabricación propia y también he sabi­do que los lomitos son laminados en el local.

El favorito de to­dos debe ser el lomito com­ple­to que en esta casa lleva sal­sa de to­mate, chucrut y mayo­nesa. A diferencia del resto del país, no le ponen tomate. Eso sí, siem­pre se le advierte al clien­te de esta va­riante. Otro gladiador de la barra es el rumano, una hamburguesa hecha de cerdo y vacuno, similar a la fricandela pero con aditivos potentes co­mo el ajo, el ají y otras especies que no he podido descubrir y creo nunca me revelarán. Sírvaselo italiano y se sorprenderá. Mi favorito es el diplomático, nom­­bre propio del lomito con láminas de queso derretido y humectado con el mismo caldo de la carne. Siempre lo pido con chucrut que está a toda hora crujiente y de baja acidez, junto a un shop negro, para mí lo más cercano al tocar el cielo, trazos de su­rrealismo mágico.

Este es un lugar tradicional que debería pertenecer a la ruta turística capitalina, la calidez de la atención es irrepetible ya que como mencionan las tías, ellos son una familia y uno su invitado. Es un lugar que brilla por la calidad de sus modestos ingredientes. No hay ketchup, pero la mostaza es única, desabróchese el cinturón y déjese seducir por la glotonería patrimonial de Plaza Italia.

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