El cine chileno vive un momento expectante. Como pocas veces, en este primer semestre los estrenos se suceden (Joven y Alocada, La Lección de Pintura, Bonsai, Alguien Ha Visto a Lupita, Hija) y se exploran distintas vetas tanto en temáticas, estilos como en locaciones. Si algo faltaba en esta búsqueda, era recorrer el desértico norte de Chile y evocar las formas de un género hoy raramente visitado espaghetti-western. Pero hélo aquí: ‘Sal’, primer largometraje del director argentino Diego Rougier (conocido en nuestro medio como realizador de la exitosa serie ‘Casado con hijos’) responde a los códigos de esas películas del Oeste post-heroismo de los años 60 y los instala en un desolado paisaje nortino, sin dejar de añadirle un toque de modernidad a través de la ‘puesta en abismo’ de su propio argumento que se revisa con continuos giros.
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Como corresponde a un filme pensado sobre la revisión de un género, el protagonista de ‘Sal’ nada tiene que ve con el Oeste ni con los duelos bajo el sol. Sergio (Fele Martínez) es un desgarbado cineasta español que anda corto de ideas y que confía que podrá escribir una buena historia sólo si él mismo vive una aventura digna de ser contada. Así es como llega a un rincón perdido del desierto de Atacama, y se ve involucrado, sin querer queriendo, en una sórdida trama de mafiosos, asesinos y traficantes, en la que un perverso líder (el gran Patricio Contreras) mueve todos los hilos. En esta situación adversa,
Sergio -que pronto pasará a lla marse Diego- tendrá como único cómplice a un viejo huraño que vive escondido del mundo (Sergio Hernández, en una estupenda interpretación) quien además aprovechará la ocasión para enseñarle un par de buenos datos para la supervivencia.
Pensada como un juego de identidades y deconstrucciones narrativas, ‘Sal’ expone de forma transparente las virtudes y defectos de una primera película que quiere convocar público y hacer industria sin renunciar a aspiraciones artís ticas. Hay un guión que pudo ser más conciso, ángulos de cámara que podrían contribuir mejor al relato, un montaje que debió ser más preciso y una música interesante pero a ratos demasiado en primer plano. Sin embargo, es evidente que Rougier tiene ganas de contar una historia que atraiga al espectador, que tiene deseos de expresarse a través del cine y de descubrir para nuestra cinematografía un paisaje y un universo humano apenas explorado con anterioridad. Sus próximas películas debieran otorgarle el pulso narrativo sólido que exige este tipo de ficciones. Las mejores escenas de ‘Sal’ son justamente las que unen la desolación del terreno estéril a la averiadas vidas de los personajes.
El Pascual que construye Luis Dubó es notable y junto a Sergio Hernández marcan los giros de la película (volveremos a ver a esta dupla de grandes actores chilenos a fin de mes en ‘El año del tigre’). Javiera Contador le da matices de pasión a un rol que pide más desarrollo en el guión y Gonzalo Valenzuela debe aprender a darle gracia a personajes secundarios que escapen del cliché.
Hay momentos atractivos (en especial aquellos donde asoman la fatalidad y la muerte) y de los otros, y pese a esta sensación de niveles disparejos, ‘Sal’ deja una sensación positiva: el cine chileno cree en sus recursos, recorre nuevos territorios y descubre espacios llamativos, y hay suficiente energía y capacidad de producción para seguir de cerca la apuesta.