Vivimos en un país donde la meritocracia es un lindo sueño de la clase media, garabateado sobre un duro muro de datos estadísticos. Porque se sabe que en Chile si uno nace con uno de esos cascos naranjas que identifican a los jornaleros –como el protagonista de “Dama y Obrero”-, por muy listo o trabajador que sea, es muy difícil que usted o su descendencia logren acceder al selecto grupo de los cascos plateados. Esos que identifican a la gerencia -o en el caso de esta analogía- a los diez accionistas mayoritarios de nuestra hermosa patria.
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No lo digo yo. Lo dice la evidencia histórica, los estudios económicos y educacionales: Chile no es Alemania, donde la educación es gratis y el hijo de un obrero puede llegar a Presidente de la República por méritos propios, sin importar su origen.
Acá cuando alguien logra sortear las abismales diferencias de calidad que existen entre la educación fiscal y la privada, lo hace para endeudarse por 20 años en una carrera universitaria y así aspirar a calzarse uno de esos cascos blancos que usan arquitectos, constructores e ingenieros. La mitad de ellos no terminará la carrera y no podrá pagar la deuda (otro dato estadístico), mientras la otra mitad logrará -con algo de suerte- hacerle el quite a la falta de redes de contactos que abundan en los colegios top, para vivir una vida más holgada.
¿Y qué tiene que ver esto con una columna de tele? Pues mucho. Porque en un país donde los estudios señalan que el 84% de las personas NO entienden lo que leen (Fuente: Estudio de Comportamiento Lector realizado por el Consejo de la Cultura y el Centro de Microdatos de la Universidad de Chile), resulta natural que la televisión se convierta en su principal fuerza cultural de manera avasalladora. Que lo que se premie en rating, no sea precisamente el contenido más edificante. Y que a falta de Shakespeare, sean las teleseries el resumen de nuestro imaginario dramático y colectivo.
“Dama y Obrero” es una de esas teleseries que –como casi todas las grandes telenovelas- apuntan a la grieta que divide nuestro corazón social: las clases sociales. Y lo hace de una manera muy atractiva, del guión a sus actuaciones, recuperando definitivamente un horario inexplorado por las producciones nacionales, siguiendo el camino de otro estupendo producto: “Esperanza”, la teleserie de la nana peruana que se ama a escondidas con su patrón chileno.
Acá sucede algo similar. Y los recovecos de la historia son tan intrincados que dan ganas de ser dueña de casa para poder sintonizarla a eso de las tres de la tarde. Con apenas una semana al aire, nos hemos enterado que el obrero de casco naranja (Francisco Pérez Bannen) y la constructora de casco blanco (el muy buen debut de María Omegna en el papel de la “señorita Ignacia”) se aman con pasión, pero que ella se va a casar con el pelmazo de casco plateado y él con la tierna chica de su barrio.
Y aunque los amantes furtivos lo desconocen –un gran truco clásico de toda teleserie y drama es que el espectador siempre sea el primero en conocer todos los secretos-, al parecer son medio hermanos por parte de padre. De hecho, la mamá de la “señorita Ignacia” intentó matar a Julio Ulloa (el obrero) cuando aún estaba en el vientre de su madre (una divertida Josefina Velasco en el papel de Gina Ulloa), antigua nana de la casa de su némesis (la malvada Engracia Hurtado) y hoy inversionista que paga la construcción de un edificio. O sea, drama puro a la altura de los mitos griegos –el amor prohibido entre hermanos- o mesiánicos –el bebé que sobrevivió la matanza-.
Los conflictos, las actuaciones y la cuota de humor dosificado, hacen de “Dama y Obrero” una teleserie que se disfruta a concho, igual como se disfruta “Pobre Rico”, la otra telenovela de TVN. Ambas presentan una gran factura, revitalizan un género que alguna vez reinó y hoy anda bien de capa caída. Y sobre todo, las dos entienden que ya no estamos para remilgadas telenovelas históricas o comedias sin drama protagonizadas, por mundos ajenos como gitanos o artistas circenses. Que el corazón del drama de este país es la movilidad social y las oportunidades. Que los colores del casco con que uno nace se parece más a una condena que a un punto de partida. Porque para dejar de ser nana, terminar convertida en inversionista, Gina Ulloa se tuvo que ir a EE.UU. Y eso es menos telenovelesco de lo que quisiéramos.