Opinión

Columna de Juan Manuel Astorga: "El milagro lo hacemos todos"

La pena es inmensa y no deja indiferente a nadie. La lucha de Trinidad Gelfenstein, la joven de 17 años que necesitaba imperiosamente de un doble trasplante de corazón y pulmón, tuvo el peor traspié de todos. Aunque logró encontrar un donante, los resultados de la operación no fueron los esperados. Uno de los órganos implantados no respondió. El injerto coronario falló y a partir de ese momento sólo un milagro podía revertir su situación. Dicho por los médicos que la atendieron, no había más que hacer porque su cuerpo no resistiría un nuevo trasplante.

Una vez más, el país siguió de cerca la historia de la angustiosa espera de un paciente cuya única posibilidad de sobrevida dependía de la generosidad de otros. Y aún cuando en este caso la aparición de un donante tardó menos que en otras oportunidades, los misterios del destino escribieron el desenlace menos deseado de todos. 

Ya hemos pasado por esta historia antes. Nos sobran ejemplos de enfermos que han aguardado tal cual los describe la palabra, paciente, la aparición de algún donante. De episodios como el de Trinidad o el de Felipe Cruzat hemos sido sensibles testigos. Lamentablemente, testigos demasiado pasivos. Poco hemos hecho por generar conciencia en este tema. 

Para que se hagan una idea, actualmente hay en Chile mil 370 pacientes en lista de espera. El año pasado, apenas hubo 113 donantes. Y aún cuando la donación de órganos aumentó un 65 por ciento en el período entre enero y abril de 2012, en comparación con el mismo lapso de 2011, la negativa de muchos a ser donantes y de las familias a ceder los órganos sigue siendo alta.

Si nos comparamos con España, uno de los países que registra la más alta tasa de donación, hay 33,8 donantes por millón de habitantes. En Chile, apenas 6,5 por cada millón de personas. 

Desde el punto de vista institucional, varias cosas se han hecho para revertir estas bajas cifras. En 2010 se promulgó la ley del “Donante Universal”, que estableció que todos somos automáticamente donantes a contar de los 18 años salvo que manifestemos nuestra intención contraria al momento de renovar la cédula de identidad o el carné de manejar. Sin embargo, esa ley produjo un efecto inesperado. Al asociar la pregunta sobre la voluntad de donación a trámites obligatorios donde no existe vinculación alguna con el tema, empezó a ocurrir que una cantidad de personas mayor a la esperada manifestó su voluntad de NO ser donante.

En gran medida, el declinar ser donante se debe a la falta de información, situación que la nueva ley no ha logrado revertir. Muchas cosas juegan en contra, desde convicciones religiosas y harto de mitología a la poca claridad para muchos sobre cuándo se produce la muerte. No pocos piensan que si eres donante, eso incentivaría a que, en caso de accidente, los médicos declinen salvarte para poder utilizar tus órganos. En este punto no hay que perderse ni un solo segundo. Al equipo de médicos que va a certificar la muerte, se le exige por ley la presencia de un neurólogo o un neurocirujano, a quien le tiene que constar que la persona no tenga ningún movimiento voluntario; que si ha estado con ventilación mecánica, una vez desconectada del ventilador no tenga respiración después de los tres minutos de desconexión, y la ausencia de reflejos troncoencefálicos. Dicho en simple, que exista muerte cerebral. No hay caso alguno en el mundo en que alguien reviva de esa muerte.

Otro factor que ha operado en contra de un mayor aumento de trasplantes es el costo de mantener el cuerpo del donante en buenas condiciones. Hace un año el Ministerio de Salud creó la Coordinación Nacional de Trasplantes, que instaló en la mayoría de los hospitales un sistema permanente de gestión de donantes, lo cual asegura una mayor eficiencia en la pesquisa y en la utilización de los órganos donados. Sin embargo, todas estas iniciativas se topan siempre con un trámite inevitable: la decisión final sobre la posibilidad de donar un órgano la tiene la familia del posible donante. Si el tema no ha sido conversado con calma y tiempo, cuesta mucho que en medio del dolor, la familia decida autorizar una operación invasiva para que se le extraigan sus órganos.

Es muy complejo imponer la solidaridad por ley. Depende de la voluntad y conciencia de cada uno. Es aquí donde radica la complejidad del ser humano. En una sociedad cada vez más individualista, cada quien vela por sus propios intereses. Cuando alguna historia de injusticia, caridad o desigualdad nos toca, nos ponemos siempre del lado del desvalido. Pero el apoyo es mucho más teórico que práctico. Ejemplos sobran y no hay que mirar muy lejos para encontrarlos. Ya han muerto 16 indigentes víctima de la última ola de frío que afectó al país. A todos nos conmovieron los casos. ¿A cuántos realmente nos motivó a salir a buscar a los desamparados que viven en las calles para brindarle cobijo, abrigo y alimentos? Se confía en el rol de la autoridad o en la solidaridad del otro. Es escaso e infrecuente que sea uno el que decida reaccionar frente al hecho.

Hemos discutido hasta la saciedad sobre lo precario del salario mínimo. Nadie cree realmente que se pueda vivir con los 182 mil pesos actuales. Sin embargo, ¿somos de los que estamos dispuestos a hacer un esfuerzo mayor para pagarle mejor a quienes trabajan para nosotros? Es fácil pedirle al otro que sea el que haga el esfuerzo. Cuesta mucho cuando la decisión se toma en primera persona. 

A Chile entero le dolió el caso de Trinidad. Ojalá la tengamos presente cuando tengamos que decidir sobre la donación de órganos. Lo mismo cuando haya que respetar la voluntad de un tercero. No esperemos que el milagro lo haga el otro. En historias como ésta, el milagro lo hacemos todos.

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