Opinión

Columna de Astorga: "Cuando te traiciona el inconciente"

Pocas cosas son más evidentes que esto: cuando se discute y aprueba una ley, es porque era necesario regular en alguna materia sobre la cual el país estaba al debe. Más obvio todavía si esa legislación viene a corregir un comportamiento social que afecta o derechamente daña la convivencia o vulnera los derechos de un determinado grupo.

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No se necesita explicar mucho el porqué necesitábamos de una ley antidiscriminación. Desde los gays a los indígenas, de personas con distinta capacidad física a convicciones religiosas diferentes, las formas de discriminación en Chile son vastas y mucho, pero mucho más profundas de lo que en apariencia queremos asumir. Tanto nos costó que pasamos siete años en el Congreso debatiendo el tema. Fue la muerte de Daniel Zamudio, un joven que fue víctima de una golpiza motivada por su condición sexual, lo que apuró el tranco parlamentario.

Las discriminaciones en Chile se dan a cada rato, en cada esquina y a partir de la forma de vestir, el lugar en el que se estudió, por apellido, por la forma de hablar o pronunciar palabras, por las amistades que se tiene… en fin.

El domingo pasado TVN emitió un capítulo de “Informe Especial” que reflejó con crudeza cómo los gordos, los más pobres y los de apariencia física distinta eran objeto de discriminación. Golpeó más todavía ver a niños, en su inmensa ingenuidad, discriminando al momento de elegir entre dos muñecas iguales pero una blanca y otra de color negro.

La nuestra es una sociedad que discrimina. Lo hace a pesar de lo distintos que somos unos y otros. Se discrimina por prejuicio, por arribismo y por conveniencia. Pero, por sobre todo, se discrimina por ignorancia.

Lo dijo Claudio Borghi hace unos días: “Nosotros no somos una isla. Nosotros no solamente tenemos delincuentes. Tenemos ladrones, tenemos drogadictos, tenemos homosexuales, tenemos gente que saca provecho. No somos una isla, somos parte de la sociedad”. El seleccionador utilizó la frase para tratar de dar contexto al episodio que derivó en la muerte de un hincha de Colo Colo en Rancagua. Su problema fue que, al intentar explicar que la familia del fútbol es tan diversa como la sociedad misma, utilizó sólo ejemplos de personas que ejercen una influencia negativa o derechamente delincuencial. En medio de todos ellos, ubicó a los homosexuales.

Sería injusto atribuirle mala intención a sus declaraciones, porque es muy probable que su propósito haya sido de buena fe. Sin embargo, confirma que en Chile sigue estando muy arraigado en el inconsciente colectivo la idea de que ser gay es sinónimo de una condición criminal o patológica. 
No sirve de mucho hablar de aceptación hacia los homosexuales si, en la práctica, esa aceptación se circunscribe únicamente a conformarse con su presencia dentro de la sociedad. La tolerancia implica un respeto hacia el otro. Representa entender que, no por distinto, se es peor. Supone comprender que la orientación diferente a la heterosexual no rebaja al gay a una condición inferior.

Aunque la palabra “maricón” significa “hombre malintencionado o que hace daño a los demás”, el concepto está asociado no sólo al sujeto de comportamiento cruel, sino que se usa de forma despectiva para referirse al homosexual. Cuando alguien califica de “cabro maricón” a un joven porque no sabe jugar a la pelota o no le gusta, no le está diciendo “hombre malintencionado”, sino que lo ubica despectivamente en la categoría homosexual, porque está muy enraizado el prejuicio de que a los gays no les interesa el fútbol. El que siga siendo un deporte nacional insultar a otro diciéndole “fleto”, “marica” o gay, explica en parte cómo nuestro inconsciente discrimina respecto de la condición sexual. Como descalificativo lo han usado desde entrenadores a parlamentarios. Asignarle una connotación negativa a la identidad de género ha sido la principal razón por la cual muchos prefieren ocultar su condición para evitar el desprecio, el ataque, la burla o la discriminación.

En estos años en que he escrito para Publimetro, he evitado siempre hacer referencia a cuestiones que forman parte de mi vida privada. Es innegable, sin embargo, que mi condición homosexual es pública y conocida y, por lo mismo, hablar del tema supone también una mirada personal desde la experiencia vivida.

No me resulta indiferente que Borghi ubique a personas como yo en la galería de ladrones o aprovechadores. Tampoco cuando un parlamentario cuestiona a un embajador por apoyar a “los maricones”, como le dijo en privado un diputado al representante diplomático de Gran Bretaña en Chile. Me golpea cuando se piensa que alguien como yo no tiene derecho a casarse ni a adoptar hijos. Y me violenta imaginar qué pensará mi familia cuando escuchan hablar despectivamente de los gays.
En más de alguna oportunidad he sabido de personas que me describen como un “tipo normal”, cuando cuentan que conocen a un gay. Y, sí. Me sigue resultando incómodo tener que pasar por esta “prueba de normalidad”.

Afecta saber que algunos relativizan o incluso esconden su amistad ante lo incómodo de tener que explicar su relación conmigo. Siempre duele. Y aunque se sobrevive, la pelea por evitar ser discriminado no busca que personas como yo se conformen con el mínimo.

No creo que Borghi sea homofóbico. Jamás me atrevería a calificarlo a partir de una frase. Pero espero que nunca vuelva a repetirla. Incluir en su lista de personajes negativos a homosexuales como yo, es simplemente no haber comprendido el fondo del debate de estos años. La ley antidiscriminación no está hecha para que se les den oportunidades a personas defectuosas, deficientes o incompletas. Existe para decir que, aunque distintos, todos somos iguales. Ni mejores ni peores.

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