Opinión

Columna de René Naranjo: "Polanski y Oliver Stone: ¡salvajes!"

Si hay un cineasta mítico aún en actividad, ese es Roman Polanski. Ligado a sucesos policiales que estremecieron al mundo, con bien vividos 79 años de edad que su rostro no delata, Polanski es un tanto ícono del cine de autor como un auténtico maestro. Su más reciente película “Un dios salvaje” (Carnage, 2011), es una clase sobre cómo realizar un filme completo dentro de cuatro paredes; en este caso, un departamento en Nueva York. Si quieres aprender a hacer cine, nada mejor que analizar con cuidado la forma en que el cineasta polaco-francés pone la cámara, distribuye los actores, los reagrupa o los deja en solitario, los eleva o los deja caer, como si fuera un titiritero que maneja a voluntad el comportamiento de sus personajes.

La mirada de Polanski ha estado marcada por una irónica crueldad y la inquietud sobre cómo se distribuye la culpa entre los hombres. Quién es victimario y quién víctima, quien castiga y quien es el castigado, son sin duda preguntas que recorren en forma constante su quehacer de más de medio siglo. En “Un dios salvaje”, estas obsesiones del director están un poco más a flor de piel, porque ya se hallan en la obra de teatro original de Yasmine Reza y también porque Polanski debió terminar el filme mientras estaba preso en Suiza, debido a la larga causa en su contra en Estados Unidos. 

Así, ante su cámara prodigiosa, y encerrados como hámsters, dos matrimonios (Jodie Foster y John C. Reilly, contra Kate Winslet y Christopher Waltz, todos formidables) discuten sobre cómo solucionar correctamente una pelea entre sus hijos. Por cierto, tratándose de Polanski, cualquier intento de acuerdo civilizado sucumbirá progresivamente ante la explosión de los aspectos más primitivos de los protagonistas. 

Hay sólo dos planos de exteriores en la película, y en los dos se ven niños que juegan en un parque. Ambos son un contraste preciso con el viciado interior del departamento e insinúan que la vida circula por otra parte, más allá de cualquier juego mental. Son un contrapunto perfecto para expresar también la secreta limitación de toda empresa humana, y un respiro oportuno ante tan crispado escepticismo.   

Casi en el otro extremo del cine se hallan Oliver Stone y “Salvajes” (“Savages”, 2012), su regreso a la ficción desde “Wall Street 2”. Donde Polanski es pulcro y preciso, Stone es chascón: estira escenas, introduce imágenes de ensoñación, exagera los contrastes y arma un relato que funciona con la sutileza de una 4×4 saltando dunas. 

Esta vez, el director de “JFK” se lanza con ganas a contar la historia de dos amigos que cultivan y trafican marihuana entre California y México, y que además comparten el afecto y el sexo con una guapa rubia (Blake Lively). Uno de los amigos es violento y pendenciero; el otro es pacífico y cree en las causas solidarias. Lo malo es que que,en este negocio sucio, tienen como rivales a Elena, una mujer sin escrúpulos (Salma Hayek, muy bien) y Lado, un implacable narco-killer (un Benicio del Toro de antología). Agreguemos el policía corrupto que interpreta John Travolta y tenemos algo parecido a una película de Tarantino, que posee cierta “onda” pero nunca la misma gracia cinematográfica.

En “Salvajes” se arman bien los mundos fronterizos y todo lo que se refiere al circuito de la droga. Con harto menos talento se articulan los personajes y sus emociones. Como suele pasar en el cine de Stone, el deseo de denuncia supera al de matizar los caracteres y el relato se fragmenta más de lo conveniente. Sin embargo, entre tanto asunto difuso, es el ambiguo y desalmado Lado quien mantiene la espina vertebral del relato. Al interpretarlo, Benicio del Toro sabe ir más allá de la caricatura y entregarle una enrarecida dosis de verdad a alguien que se mueve en tales cuotas de abyección. Él salva la película completa y es el mejor motivo para ver “Salvajes”.

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