Jaime González Alarcón: Amor, adiós…

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Quizás al leer el título de esta columna, ustedes piensen que trataré temas rosa como el amor y la desilusión, pero no es así. Más bien trataré un tema gris y cancerígeno. Hablo del mal tratado, negado, prohibido y encarecido, pero muchas veces necesario cigarro. Ese mismo que me acompañó en los peores momentos y también en los mejores, o después de ellos, if you know what i mean, porque el cigarrito del “después de” es, aparte de necesario, glorioso.

En mis 28 veranos, son muchos los amores que he dejado o que me han dado la clásica “PLR”, pero el último ha sido uno de los más dolorosos, porque me acompañó, oficialmente, por cerca de 10 años, aunque off the record son bastantes m s ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽ ás… (madre, olvidemos esto y sigamos adelante como gente madura).

Ya van cerca de 2 meses desde que entró en vigencia la nueva Ley de Tabaco. Una ley a lo “cabro chico”, de esas que te obligan a no hacer algo porque, si lo haces, te ganas un coscorrón o, en este caso, una multa. Los que me conocen saben que no soy fan de este tipo de leyes. Prefiero una ley educativa a una ley prohibitiva, que es la que nos han regalado los honorables, pero bueno…

Cuando escuchaba a alguien decir que no podía dejar de fumar, la verdad es que lo creía exagerado, pero hoy, cuando se cumplen 66 días y casi 12 horas de mis retiro de las hedorosas pistas del alquitrán (no es que los esté contando), lo considero mi gran logro de vida, ese que le voy a contar a San Pedro cuando llegue al cielo, después de salir de la iglesia con los pies por delante.

Es un hecho que el olor a pucho nos molesta a todos, pero los que más sufren son esos que no le hacen al cilíndrico y, para qué decirles lo que le molesta los fumadores rehabilitados como yo. Para que lo entiendan, los pongo en contexto: martes, 20:00. Frío de ese que te arruga hasta las ideas que tienes en la cabeza. La 427 repleta. Las ventanas cerradas para que no se vaya a resfriar la señora del primer asiento. Las murallas de la micro goteando un mezcla entre sebo y “sopiá” de invierno. Un olor a traste de esos que ni cerrando los ojos puedes imaginarte algo bonito y yo, en el medio de semejante Edén, recién dejando de fumar, angustiado, atrasado a ver la teleserie y para peor, con una dama al lado, que cada vez que bostezaba hacía que me desmayara un poquito con su olor a cenicero de “puticlub”. Linda imagen? No. Lindo aroma? Claro que no!

A pesar de todo lo anterior, yo era un fumador feliz. Fumaba cuando quería y casi en cualquier lugar, pero aún así me alegro de haberlo dejado, aunque me costó lágrimas de nicotina, porque dejar de fumar no es fácil y aquí les explico el porqué:

1.- Fumar es rico. Los fumadores o ex fumadores como yo le encontramos el gustito a andar pasados a cenicero, aunque suene extrañísimo. No nos estresa el olor, las consecuencias ni las lucas que se deben desembolsar.

2.- Todos los huevones fuman. Puedes proponerte dejar de fumar, pero casi hay que volverse ermitaño para poder hacerlo, porque es aún más difícil cuando tus amigos casi te tiran el humo en la cara.

3.- Me sobra una mano. Díganme que no es difícil tomarse un copete sin fumar. Ahora no sé qué hacer con la mano que me sobra cuando estoy en un carrete.

4.- Síndrome de Coco Legrand. Escucharon el chiste en Viña del Mar? Una señora le preguntaba a otra: -y qué hace ese niño? – Mmmm, nada. Fuma. (A él le sale súper gracioso).

5.- El no sé qué. Para que estamos con cosas? El pucho y el encendedor son casi tan buenos para “salir a cazar” como el cabro chico en el coche o el perrito con complejo de laucha. Así que si el de arriba te da armas, úsalas.
 

Es cierto, hay muchísimas otras razones que hacen aún más difícil dejar de fumar y, probablemente, son mucho más importantes, pero esas se las dejo a ustedes. Nos vemos.

P.D.: Un puchito?

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