Astorga y dichos de Berríos: Cuando la verdad incomoda, muchos prefieren no escucharla

Al mismo tiempo en que el sacerdote Felipe Berríos, criticaba desde el rincón más pobre de África la patudez de los que, estando calientitos, cómodos y con la despensa llena, le echan la culpa a Dios por permitir tanta pobreza, se habilitaban aquí en Santiago albergues para que esos mismos desposeídos se protegieran del frío y la lluvia. Mientras desde Ruanda el sacerdote cuestionaba el abuso de algunos empresarios, en Chile la ministra del trabajo, Evelyn Matthei, anunciaba una ley del garrote contra quienes no paguen las cotizaciones previsionales de sus trabajadores. Desde una de las fronteras más peligrosas del mundo, el jesuíta llamaba a los dirigentes estudiantiles a meterse en política para conseguir los cambios que reclaman, justo cuando los presidentes de los partidos políticos les han cerrado las puertas a esos mismos jóvenes. Y al tiempo que Berríos hablaba allá de la necesidad de tener políticos que ofrezcan sueños a los chilenos, aquí dos candidatos presidenciales eran agredidos por electores desencantados.

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Es el contraste de una semana en la que resuenan con mucha fuerza las palabras de uno de los hombres de la Iglesia Católica chilena más respetados de los últimos años. El mismo que fundó “Un Techo para Chile”, ese cura que entendió que no sólo había que predicar dentro de la capilla, sino que salir de ella, arremangarse las mangas y trabajar en serio en función de los que menos tienen.

¿Qué recogió nuestra clase dirigente de lo que dijo Felipe Berríos? Muy poco. Cuando la verdad incomoda, muchos prefieren no escucharla. Mejor todavía si quien las dice se va lejos.

Respiraba tranquila una parte de la elite chilena cuando el sacerdote anunció que dejaba Chile para irse como misionero a Burundi. Se alejaba de la escena local un cura que sacaba ronchas a los empresarios, políticos y a la jerarquía de su propia iglesia con sus columnas semanales y sus entrevistas. A esa parte de la elite no le gustó hace algunos años que este “padrecito” con llegada en los medios hablara de la “cota mil”, para referirse a los ricos que se parapetaron en lo más alto del sector oriente de Santiago, casi sin moverse de ahí, desconociendo la reali- dad del resto del país.

Bueno para poner el dedo en la llaga, Berríos guardó silencio durante tres años. Salvo un par de entrevistas publicadas en un diario, no había hablado desde que partió, y menos con la fuerza con que lo hizo esta semana en TVN.

Aunque está a miles de kilómetros de nosotros, con sus esfuerzos puestos en una pobreza distinta a la que conocemos en Chile y con una precaria conexión a Internet que apenas funciona, no ha perdido contacto con nuestra realidad. Sabe con detalle del malestar social, del clasismo, del abuso y de la pobreza. Está lejos, es cierto, pero sigue estando muy bien informado, con conversaciones permanentes con muchos chilenos y teniendo opiniones sobre la contingencia.

Volvió a hablar de la elite, a la que consideró muy dañada producto de la influencia que sobre ella ejercen determinados movimientos religiosos y grupos dentro de la Iglesia. “Han hecho que se preocupen de unos ritos sin contenido y vivan llenos de miedo, buscando con ‘buenas acciones’ una salvación que Dios se las da gratuita”. “Hacen buenas acciones entre comillas, porque cuando tocan sus intereses económicos, dejan de hacer buenas acciones. Pero no son ellos los culpables, sino quienes los han educado así”, fue lo que dijo.

A una parte de la jerarquía de la Iglesia chilena no le gustó que Berríos los acusara de ser responsables también del lucro, y de decirle que se creen dueños de la salvación y de lucrar con eso.

No se salvaron tampoco los empresarios, porque aún cuando dijo que el mercado no es malo, “si no le pones contrapeso y lo dejas totalmente en libertad, como ha ocurrido en Chile y en gran parte del mundo, es como dejar suelto un animal salvaje”. No son felices los que manejan el mercado cuando alguien desde tan lejos te dice que por culpa de acaparar riqueza se borraron valores como la honradez, la sencillez de vida y la autenticidad, o que han destruido los valores en la educación, la salud, el ahorro, en la política y también en la Iglesia.

Esa misma Iglesia está dividida en dos, según Berrios. La real, “la de las viejitas que están siempre en las tres primeras filas en los templos, la de los curas jugados de pueblo”, y “la iglesia jerárquica, que no dice nada, que no responde y que hoy no es tema para la gente”. Una Iglesia alejada de los jóvenes a quienes se les ha mostrado un dios tan rasca, tan insípido, que los chiquillos finalmente prescinden de Él. Esa Iglesia que sigue ausente en los grandes temas sociales, que tiene obispos que no rompen huevos y que cuestionan si un cura bendice el anillo de una persona separada que se casa por segunda vez, pero que no se cuestiona cuando otro sacerdote va a “bendecir la sucursal de un banco que está chupándole la sangre a los chilenos”.

Pega duro Berríos cuando dice que la Iglesia Católica también discrimina en sus colegios, excluyendo a los niños de papás separados, de familias que no tienen dinero, con discapacidades físicas y con otras creencias.

Sumido en la pobreza material más profunda del mundo, Berríos habló de la otra pobreza que nos afecta, una que no se mide por encuestas Casen o por el PIB: la de espíritu. Su idea no es deprimirnos, sino poner en acento en lo que debemos corregir para querernos más y discriminarnos menos.

Pocos políticos se han atrevido hasta ahora a recoger con autocrítica sus palabras. El mundo empresarial guarda silencio. Y la jerarquía de la Iglesia reaccionó molesta.

Sin aceptar con humildad la mirada de uno de sus pastores más destacados, se atrevió en cambio a cuestionarlo diciendo que formuló sus críticas “desde la vereda del frente”. Berríos no está del otro lado. Está en la misma vereda, con los pies metidos en el barro de la pobreza más real y más distante del mundo. Allá lo quieren y lo admiran. Es su ídolo. Un blanco que no tenía por qué sacrificar su vida en un villorrio, pero que predica a puro ejemplo. Un hombre que, como todos, puede equivocar algunas formas en decir verdades, pero que se atreve a arriesgar lo que otros sacerdotes callan desde la comodidad de sus obispados. Lo único que realmente habría que criticarle es que no hable más seguido.

Las opiniones expresadas aquí no son responsabilidad de Publimetro

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