Columna de Katherine Urrutia: Nuevamente Juan Fernández

La tragedia de Juan Fernández nos dejó a muchos con una sensación de dolor, extrañeza, incredulidad y, principalmente, miedo. Aun cuesta creer que personas con las características de aquel grupo, pudiera perder la vida en una forma tan inexplicable.

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En la vida lo único seguro que tenemos es la muerte, aun así el tema nos causa temor, al grado de preferir no hablar del aquello. En muchas familias, incluso, es un tema tabú.

Nadie nos prepara para la muerte, como tampoco no nos preparan para ser padres, hijos, esposos y muchas otras cosas en la vida. Incluso la misma vida es una especie de improvisación cotidiana.

En lo personal, los días posteriores a la desgracia de Juan Fernández, no podía parar de llorar por las víctimas, sus familias, sus vidas. La angustia se podía ver reflejada en los rostros de muchas personas. Hoy no sé si podemos sentir lo mismo.

¿Qué tanto nos conmueve el dolor ajeno? Existen casos que la inhumanidad de algunas tragedias nos vuelve el corazón un poco duro, ya sea por la distancia o algún interés de identificación política, como por ejemplo lo de Siria, los constantes ataques en Medio Oriente o lo ocurrido en Chile el 11 de Septiembre de 1973.

Cuando endurecemos el corazón a situaciones como estas, luego de hacer el análisis de la polaridad de las emociones, la pregunta que me surge es ¿si la muerte trágica ya no conmueve, cual es el valor de la vida?

En terapia es común ver personas con emociones “aplanadas”, nada les molesta mucho, nada les alegra demasiado y me comentan que es similar a haber perdido el gusto de vivir. Sin duda, puede ser antesala de una depresión. Lo alarmante es que este dato me lo dicen niños y adolecentes.

El bombardeo de información puede ser una de las aristas que causan este aplanamiento, junto con el abandono acompañado que viven muchos niños, que sin estar lejos de sus padres, están realmente solos.

La invitación de esta semana es a conectarnos con la emoción del dolor por la perdida y rescatar el gozo por la vida. Disfrutar de una puesta de sol o el viento en el rosto y gozar al máximo de lo simple.

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