Columna de libros: “El océano al final del camino”, de Neil Gaiman

Lo primero que diría sobre El océano al final del camino de Neil Gaiman es que me gustaría estar leyéndolo todavía. Debo haber tardado dos días en su lectura, porque es un libro que no se quiere dejar escapar, pero me ha dejado la ansiedad de querer seguir leyendo, de saber más, de ir más allá del final, que –sin contarlo- puedo decir que más que un final definitivo y cerrado, es un símil de la vida: no acaba hasta que la abandonamos para siempre, hasta ese momento cada vivencia por pequeña que sea mantiene la historia viva.

El relato nos presenta a un hombre que vuelve a su tierra natal en Sussex, Inglaterra, para un funeral. Camino a casa de su hermana, decide detenerse en la granja Hempstock, donde vivía Lettie, una amiga de la infancia a la que conoció cuando él tenía siete años. A medida que recorre la casa de los Hempstock hacia el estanque que quedaba en la parte de atrás, va introduciéndose en su infancia, volviendo a tener siete años, volviendo a recordarlo todo, porque pareciera que parte del hacerse adulto es ir olvidando. El todo que recuerda es un cuento de hadas hermoso, en el que no es que todo sea posible –porque en realidad no lo es-, sino que el autor va construyéndolo capa por capa, ligando de manera perfecta lo que llamaríamos realidad y fantasía, a tal punto, que es un tejido tan coherente que una simplemente se deja llevar y lo disfruta.

He visto una discusión en internet acerca de si es un libro para niños o para adultos, pero creo que es un debate vacío o sin importancia, no le impondría edades, aunque sí me daban ganas de ir leyéndoselo a mi hijo de cuatro años, él adoraría ciertos pasajes, como el siguiente: “Miré hacia abajo: el peludo zarcillo que tenía a mis pies era completamente negro. Me agaché, lo agarré firmemente por la base, con la mano izquierda y tiré. Algo salió de la tierra y se giró con furia. Sentí como si se me hubieran clavado una docena de diminutas agujas en la mano. Le sacudí la tierra, me disculpé y se me quedó mirando, más desconcertado y sorprendido que furioso. Saltó de la mano a mi camisa, lo acaricié: era una gatita, negra y brillante […]” (65).

Me interesa la representación de infancia en la literatura. En este caso me cautivó un poco cuando el narrador reconoce “No fui un niño feliz, aunque en ocasiones estaba contento” (27), ya que rompe con el estereotipo de la infancia como un paraíso perfecto y perdido. Tampoco nos encontramos con otros clichés como el del niño ignorante. De hecho, la amiga Lettie lo sabe todo o podría conocerlo si así lo quisiera, en cambio, dice: “Sería muy aburrido saberlo todo”. En ese sentido, esta es una historia de crecimiento, de aprendizaje, pero también de dejar ir para poder seguir adelante. Y tal vez esa es una de las mayores complicaciones, cómo distinguir el momento en que tienes que dejar atrás ciertas cargas y quedarte con otras. 

Como decía, me gustaría seguir leyéndolo, pasar más días en la granja Hempstock, sus prados dorados, su luna llena y su océano al final del camino. 

Gaiman, Neil. El océano al final del camino. Chile: Rocaeditorial, 2013.

Tags

Lo Último


Te recomendamos