Valentina Verbal: ¡Asamblea queremos!. El argumento de la representatividad

Uno de los principales argumentos a favor de una Asamblea Constituyente es aquel que plantea que el Congreso, debido al sistema binominal, no da garantías de suficiente “representatividad”, por no expresar en su composición la diversidad social y territorial del país, sino a lo sumo, una cierta diversidad político-partidista.

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El primer punto (referido al binominal) es discutible. Primero, porque en la práctica el Congreso generado en la última elección parlamentaria, es bastante amplio. Está integrado por grupos que hasta hace no mucho tiempo estaban fuera del llamado “duopolio” y que ahora integran la ex Concertación, hoy Nueva Mayoría; me refiero, principalmente, al Partido Comunista. En segundo lugar, porque no son pocos los parlamentarios recientemente electos que representan a sectores de fuera del duopolio, por ejemplo: Partido Liberal, Revolución Democrática, Izquierda Autónoma, independientes, etc. Pero, aunque sea cierto que el binominal siga siendo un obstáculo para la existencia de una suficiente representatividad política, bastaría con modificarlo y redactar la nueva Carta bajo el Congreso siguiente. 

Sin embargo, y como resulta fácil colegirlo, el argumento principal es otro: la Constitución no la deben redactar los políticos, sino la ciudadanía a través de la diversidad social y territorial que de ella emana. Bajo este argumento, el plus de la Asamblea Constituyente estaría marcado por tratarse de una instancia más social que política; más ciudadana que partidista. En este sentido, se trataría de un mecanismo de democracia participativa en la medida  que quienes redactarían la nueva Carta no serían los políticos —“los mismos de siempre”—, sino la ciudadanía a través de distintos grupos y territorios, por ejemplo: mujeres, indígenas, regiones, etc.
Este segundo punto (el de la necesidad de una diversidad social más que política), no puede dejar de recordarme el sistema corporativista italiano, planteado por el régimen fascista de Benito Mussolini (1922-1943). Desde 1928, en que las fuerzas fascistas alcanzaron la mayoría de los escaños, el Parlamento italiano se convirtió en un Congreso corporativo, es decir, integrado por representantes del “mundo social”, del “país real” más que del país político: sindicatos, gremios, comunidades, etc. Diez años después, se formó la Cámara de Fasces y Corporaciones que instauró de manera definitiva el sistema corporativista en Italia.
Evidentemente, los partidarios en Chile de una Asamblea Constituyente no tienen al régimen fascista como modelo de inspiración, pero al pensar en un mecanismo integrado por diversos sectores sociales antes que políticos, se da cuenta de la misma idea de fondo: la política no representa, al menos totalmente, al país real, por lo que una nueva Constitución debe nacer, para ser suficientemente representativa, de un espectro más amplio de personas, de personas que provienen de distintos sectores sociales y territoriales, y no desde el mundo de los partidos. Esta idea se acerca, también, a lo que bajo la España franquista se llamó “democracia orgánica” (en oposición a la democracia liberal).
Si una mejor democracia supone la no participación —o, al menos, la limitación— de los partidos políticos en la redacción de una nueva Constitución, ¿por qué el mismo principio, supuestamente más perfecto, no se aplica a los congresos permanentes, destinados a redactar las leyes propiamente tales? ¿Quién dijo que el poder constituyente, que debe expresar la soberanía popular, supone la participación “directa” de la ciudadanía en desmedro de los partidos?
Para el mismo Emmanuel-Joseph Sieyès (1748-1836) —uno de los principales teóricos de las constituciones de la Revolución Francesa y de la Era Napoleónica—, así como la soberanía popular consistía en el poder constituyente del pueblo, desde el punto de vista de su ejercicio, debía distribuirse en diversas autoridades constituidas; y, además, este ejercicio debía realizarse a través del régimen representativo, lo que supone la existencia de delegados, es decir, de unos pocos que, a partir de la confianza depositada por el pueblo, actúan en nombre de muchos.

Si bien los partidarios de una Asamblea Constituyente, no proponen que esté integrada por una masa gigantesca de personas, sí cuestionan la democracia representativa y plantean dicho mecanismo en clave de democracia participativa y directa, lo que resulta bastante discutible. Primero, porque nunca los poderes constituyentes —ni siquiera en los regímenes corporativistas, como el fascista— han estado ajenos a la política en términos de visiones generales de la sociedad (y no de intereses particulares). Y, segundo, porque una democracia, incluyendo el poder constituyente originario —el que da origen a una nueva Constitución—, siempre opera por la vía de representantes (de delegados) y no a través de la participación directa de los miembros de la sociedad.

Cosa distinta es que después del ejercicio del proceso constituyente mismo, el nuevo documento se legitime mediante un mecanismo de democracia directa, como el plebiscito. Pero la Asamblea Constituyente como tal es una instancia tan representativa como el Congreso actualmente constituido. Implica, en el fondo, crear un Congreso paralelo.
En suma, el movimiento a favor de una Asamblea Constituyente ha sido demasiado superficial sobre el significado de una nueva Constitución y del mecanismo que propone para su redacción. Ha habido mucho voluntarismo y poca racionalidad; demasiado eslogan y escasa argumentación sustantiva. Los hechos, la viabilidad política (y no sólo jurídica) del mecanismo propuesto, demostrarán hasta qué punto esta afirmación es cierta.  
 

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