Columna de Raúl Sohr: "Chile y Perú: diplomacia de trinchera"

Análisis: La guerra de Malvinas En lo que toca a disputas territoriales en la región viene al caso evocar una de las ambigüedades épicas para ocultar lo que ocurre. Fue el último comunicado de guerra argentino al concluir la guerra de Malvinas en el cual que se leía: “El Estado Mayor Conjunto comunica que en el día de ayer, 14 de junio de 1982, se produjo una reunión entre el comandante de las Fuerzas Inglesas general Jeremy Moore y el comandante de la Guarnición Militar Malvinas, general de brigada Mario Benjamín Menéndez. En dicha reunión se labró el acta de cese del fuego y retiro de tropas”. Ni una palabra más. Aludían a la rendición total, todos los combatientes argentinos fueron hechos prisioneros y debieron entregar sus armas para ser retiradas por los británicos.   

En Chile hay un viejo decir: “Ningún presidente puede entregar un país más pequeño que el que recibió”. En los hechos no es más que una expresión de deseo. Pero el dicho deja en claro la presión bajo la que está el Gobierno. El castigo a los perdedores de territorios nacionales es severo. Basta ver cómo cayó en  decenas de puntos la popularidad del presidente colombiano Juan Manuel Santos  luego que se conoció, a fines del 2012 el fallo que daba a Nicaragua una importante porción del mar en disputa. 

En consecuencia los gobernantes y sus diplomáticos operan bajo el peso de lo que suele llamarse “la razón de estado”. Esta consiste en la defensa de los objetivos nacionales sin prestar mayor atención a otras consideraciones.  El bien mayor es servir a los intereses patrios y, en este contexto, valores como la veracidad y la transparencia resultan secundarios. No en vano en situaciones bélicas se señala que la primera víctima es la verdad. La diplomacia no le va muy en zaga. Con típico humor los ingleses ironizan  que “un diplomático es un hombre honesto mandado a mentir por su país”. El propio canciller chileno Alfredo Moreno se definió a sí mismo como “un abogado de la causa”. En otras palabras  hay que interpretar todo lo que diga a través del prisma de lo que el Gobierno chileno cree conveniente. Ello puede distar de la realidad pero es lo que ayuda, o se supone que lo hace, a conseguir las metas del país.

Luego de años de repetir que la postura chilena era irrefutable que un fallo adverso incrementaría las desconfianzas. Es llamativo que luego de escuchar los alegatos finales en La Haya 85 por ciento de los chilenos encuestados dijeron que el país tenía la razón. En el Perú exactamente otro 85 por ciento consideró que los argumentos de Lima eran más sólidos. Se combinan aquí dos tendencias: una, la gente cree lo que quiere creer y segundo, las máquinas de propaganda respectivas refuerzan las visiones sesgadas. 

El grueso de la ciudadanía, en ambos países, desconoce los detalles de la disputa. Los líderes políticos peruanos y chilenos saben que cualquier vacilación es interpretada como una debilidad. Es sabido que ningún candidato admite la menor posibilidad de perder en los comicios pese a que tiene claro que ello sucederá. Y ya es conocido el dicho que las elecciones no se ganan ni se pierden, se explican. Lo mismo ocurrirá con el fallo.  El daño de estas posturas es que destruyen la fe pública. Un reciente estudio del Consejo para la Transparencia da cuenta que 73 por ciento de los chilenos confía poco o nada en las instituciones públicas. Un resultado negativo en La Haya contribuiría a acentuar esta percepción. 

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