Columna de Juan Manuel Astorga: "Transparentes por ley"

El paso es histórico, aunque pudo haber sido más largo y de pisada más profunda. Después de 10 años de tramitación en el Congreso Nacional, finalmente esta semana quedó prácticamente lista para su promulgación la ley que regulará la actividad del lobby, así como las gestiones que representen los intereses particulares ante autoridades y funcionarios. Lo primero: ¿qué es el lobby? Dicho en fácil, es la influencia que una persona, generalmente en representación de un grupo de intereses comunes, realiza ante la administración pública para promover decisiones favorables a sus objetivos. 
La iniciativa considerará oficialmente que hay sujetos activos y pasivos de lobby. Los primeros son quienes buscan visibilizar ante las autoridades su postura particular, la de su sector o de sus representados. Los segundos son las autoridades del poder ejecutivo, de los gobiernos regionales, del parlamento y los organismos autónomos del Estado. La ley aprobada se concentrará en estos últimos, que estarán obligados a informar de las reuniones que mantengan con personas que representen algún interés particular. La forma de hacerlo será mediante un registro centralizado que será administrado por el Consejo para la Transparencia. La idea es que todo ciudadano pueda consultar sobre quiénes realizan lobby, con qué finalidad, y con qué autoridades se reunieron. También obligará a los funcionarios públicos a especificar información sobre los viajes realizados, detallando el destino, su objeto, el costo total y la persona que lo financió, así como la información completa sobre los donativos oficiales y protocolares que reciban. La iniciativa contempla sanciones para quienes no registren la información o que lo hagan de manera inexacta o falsa. 
El proyecto también considera que los lobistas tendrán la opción de registrarse, aunque no es obligatorio. Lo que sí es indispensable es que declaren a qué personalidades del quehacer público solicitaron audiencia y para qué.  Se establece una sanción penal para las personas que pidan reuniones y omitan información de modo inexcusable o que a sabiendas entreguen información falsa. 
Decíamos que, aunque esta ley es un primer paso, insuficiente. Uno de los aspectos esenciales quedó fuera: el crear un registro público y obligatorio con todos los que realizan lobby. En este punto no hubo capacidad de poner de acuerdo a los parlamentarios, quienes son precisamente parte de las autoridades más susceptibles de ser influidas por la actividad del lobby. Aquí la discusión se entrampó por un tecnicismo que la llevó a un callejón sin salida. Se quiso diferenciar entre el lobista y lobista profesional y que se discriminara entre las personas que remuneradamente, representan intereses particulares ante autoridades públicas y las que no reciben dinero por hacerlo. El problema era que la consideración de “profesional” dejaba fuera de los registros a varios intermediarios que en la práctica también ofician como lobistas. Entre ellos, los dirigentes de asociaciones gremiales, colegios profesionales, centros de estudio y empresas de comunicaciones. Estas últimas son, en esencia, oficinas que se dedican al lobby, aunque ellas no se reconozcan como tal. 
Para ser justos, no sólo las empresas de comunicación estratégica rechazan el apelativo de lobistas. También lo hacen los representantes de los colegios profesionales como los abogados y médicos. Ante la demonización de la palabra “lobby”, nadie quiere cargar con el mote. Aunque existe una distinción evidente entre la reunión que, por ejemplo, pueda pedir la presidenta de la CUT a un parlamentario para hacerle ver el punto de vista de su organismo en temas laborales a la que pueda solicitar el representante de una línea aérea para saber de la legislación sobre cielos abiertos, al final del día ambos están haciendo lobby. Y la cosa es que nadie quiere quedar en el registro. ¿Por qué? ¿A qué le temen?
Aunque incomodó a muchos y probablemente lo dijo en una forma poco elegante, el propio ministro de salud, Jaime Mañalich, llegó a denunciar en varias oportunidades que fue víctima del lobby. Por ejemplo, cuando acusó a la industria tabacalera de haber interferido con sus redes de comunicación estratégica mientras se tramitaba la ley que incrementaba las restricciones al consumo de cigarrillos. Según él esa iniciativa legal sufrió una postergación generada por parlamentarios de la UDI después de que ellos se reunieron con los lobistas de las tabacaleras. Otras discusiones legislativas también se han visto cruzadas por un intenso lobby, como la ley de pesca o la llamada ley de los medicamentos. 
La iniciativa aprobada en el congreso va en la dirección correcta, aunque todavía queda mucho por hacer. Si un parlamentario y el lobista que representa los intereses de un determinado sector se encuentran, digamos, en un matrimonio y conversan al calor de un par de whiskys, ninguno de los dos tendrá la obligación de declarar esa conversación. Es sabido que en Chile los grandes negocios y acuerdos se logran en comidas, matrimonios, bautizos y cumpleaños. No necesariamente en una oficina del parlamento y seguramente menos si ahora quedará registro de ello. La ley es un paso. Lo que falta ahora es un cambio de mentalidad que nos haga más transparentes. Ojalá que para eso no sea necesaria una segunda legislación. 

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