Columna de libros: “Los muertos” de Álvaro Bisama

El miedo a la muerte, ¿tiene que ver con el miedo a ser olvidado? Aquel quien es olvidado en vida, no está de alguna manera, ¿muerto para los demás? En el cuento “Noize” la muerte del dibujante –ni siquiera recuerdan cómo se llamaba- llega cuando ya todos los amigos lo habían olvidado; no solo habían dejado de ir a visitarlo y habían seguido con sus vidas, sino que ya no pensaban en él. Hay algo de eso –o bastante- en Los muertos, el volumen de cuentos editado este año por Álvaro Bisama. Pero la muerte llama otras ideas también: la soledad, la falta de futuro, estar en un grado extremo de marginalidad. Como el periodista ya mayor del cuento que le da nombre al libro: está tan muerto que su libro, una antología de crónicas, no tiene ni prólogo ni epílogo, como si no tuviera un lugar en el mundo.

Y eso sí es la principal constante en Los muertos, historias de gente que no solo no tiene un lugar en el mundo, sino que habita un no-lugar. Como la mujer que espera morir sentada en un bar mientras bebe vodka chileno: “El insomnio tiene eso. Quedas atrapado en un lugar que no existe” (37).

El libro abre con un epígrafe de Gonzalo Millán: “Mami, / La próxima vez / No manches por favor / Mi cepillo de dientes / Con sangre”. Esos versos hablan textualmente de sangre, pero también de pérdida, de muerte, de trauma, de dolor autoinfligido y, más que nada, de gente quebrada. Estar muerto es estar roto, quebrado. Lo vemos en los personajes que Bisama elige retratar: seres abandonados, que se cortan para acallar la mente, que tienen (o creen tener) visiones, que ven el mundo no solo de una manera diferente, sino totalmente oblicua. Así nos encontramos con un sujeto que prepara un ejército de autómatas para O’Higgins; una familia que se está preparando para el fin del mundo, en que se convertirán en reyes de tierras devastadas; un asesino en serie en Vietnam, en plena guerra. Se mueven desde la marginalidad total, aunque esta no sea siempre obvia ni literal: puede tratarse de un fundo que nadie visita o una casa en Ñuñoa con gente que adora a una niña vestida de blanco. 

Una de las particularidades de los cuentos es la intermediación de los relatos. “Patria automática” comienza con un “Me dijo” que da cuenta de que el yo de estos relatos está extraviado, es un falso yo, o este ha sido arrebatado: los personajes no son dueños de sus propias historias. Escuchamos (leemos) el yo de la insomne que espera morir; pero en realidad es otro sujeto recontando su historia. Y en “Patria…” la historia que relata el periodista que hace una nota sobre inventos, es un relato que hace un notario anciano, quien reproduce lo que le contó su abuelo; la historia, sin embargo, no es sobre ninguno de ellos. 

Pienso entonces en las primeras líneas del cuento “Los muertos”: “Esto es una historia que completé accidentalmente y funciona como una fábula. Voy a tratar de escribirla de un viaje, sin parar. He completado los pedazos al azar, sin buscarlo. Escribirla me parece que es su conclusión natural, una especie de fuerza de gravedad” (19). Cada uno de los relatos presenta un poco esa idea: los relatos se convierten en escritura por la fuerza que imprimen, pero, al mismo tiempo, se resisten a la palabra escrita, o a la fijación que esta supone; por el contrario, apelan a la oralidad, a que una tenga la impresión de que está escuchando y no leyendo; que una es otra más en esa cadena del “me dijo que”, sin parafrasear, sino asumiendo la voz. 

En los once textos que completan Los muertos, encontramos distintas maneras de abordar la muerte, la soledad, el olvido, la marginalidad. A veces son tan crudos –o tan honestos o directos en su forma de abordar el relato- que impactan; pero también remecen por una cierta desesperanza, una cierta inadecuación o certeza de que lo que está roto no puede recomponerse. 

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Bisama, Álvaro. Los muertos. Santiago: Ediciones B, 2014.

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