Columna vertebral de Felipe Avello: Piropos

No soy de andar diciendo piropos a las mujeres en la calle. Me parece invasivo. Prefiero mirarlas disimuladamente, seguirlas con la mirada, recorrer su cuerpo, pliegues y detalles. Y si ellas se dan cuenta, quitar la vista cortésmente, para que no se incomoden.

Pero una vez hice una excepción. Una a vez iba en el Metro, adelante mío, una muchacha morena con un short ajustado y una polera cortita. No usaba sostén. Era un poco gordita y tenía las patitas gruesas y cortas, como un mono de taca taca. Además tenía un tribal donde termina la espalda. “Si el Metro frenara yo me caería encima de ella”, pensé. “Sería rico”, me dije.

Me acerqué a ella y le dije al oído. “No soy mago, pero me gustaría partirte en dos”.  Ella se giró hacia donde yo estaba, y tímidamente dibujó una sonrisa. Tenía los ojos rasgados de un café intenso y los labios muy gruesos, pintados de rojo oscuro. Tendría unos 20 años. Andaba con una carpeta donde seguramente llevaba su currículum. Se notaba que andaba buscando trabajo, de secretaria o en un call center, pensé.

“La verdad, más que mago me gustaría ser cebolla”, le dije. “¿Para qué?”, preguntó ella intrigada. “Para estar dentro de tu empanada”, le lancé. Y para finalizar, me despedí: “Adiós corazón de melón, te espero en la cama sin pantalón”.  En ese momento, la muchacha se puso seria y mirándome fijamente a los ojos, me habló: “Señor, yo soy una muchacha muy humilde, y además tengo la autoestima muy baja. Mi padre está sin trabajo, mi madre nos dejó cuando yo sólo tenía cuatro años, y mi hermano era apenas un lactante. Mi padre ya está viejo, y nadie le da empleo. Yo estaba estudiando en la universidad la carrera de contador auditor, pero tuve que dejarla porque no tenía para pagar, ni siquiera tenía ropa para ir a clases, por eso es que ando sin sostén, como usted se habrá dado cuenta. No es de provocativa, es que no tengo ropa interior, señor. Por eso, le agradezco tanto lo que usted me ha dicho hoy. Usted no me quiso robar, ni me insultó, ni me pegó. Sólo me piropeó, usted me subió el ánimo, señor. Muchas gracias por eso, señor. Usted me alegró el día”.

Se acercó y me dió un suave beso en la mejilla. El Metro abrió sus puertas y ella se perdió entre la multitud.

Nunca más supe de ella. Hasta ayer, cuando, oh, sorpresa mayúscula, recibí en mi correo personal el siguiente mail: “Señor, no sé si me recordará, yo lo conocí a usted en el Metro hace ya muchos años. Nunca olvidé lo buena onda que fue usted conmigo esa vez. Nunca olvidé su cara, sé que ahora sale por televisión, por eso me atrevo a escribirle hoy. Sólo quiero decirle que gracias a lo que usted me dijo hace años -sus piropos, quizá ni siquiera se acuerda-, yo ahora tengo la autoestima alta. Ese mismo día que nos conocimos encontré trabajo, y a los pocos meses volví a estudiar. Hoy soy contadora auditora, soy una mujer muy segura, independiente, tengo mi propia empresa, y tengo éxito. Estoy por cumplir 35 años, ya no me piropean como antes, pero soy feliz. Y en gran parte es gracias a usted, señor. Le mando un abrazo, y perdone por quitarle parte de su tiempo.

Se despide, la muchacha del Metro.

Pd: Pasaron los años y me acostumbré a no usar sostén”.

MORALEJA: muchos piropos son bonitos, dichos con respeto, y buen humor, lejos de ser malos,w alegran a las personas e incluso las ayudan.

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