Columna vertebral de Felipe Avello: El bailarín de axé

Iba en el Metro, estación Manuel Montt, sentado con la cabeza apoyada en la ventana, cuando me puse a pensar en P. Valenzuela. Me puse a pensar, sin un motivo en particular. La verdad, fue mi mente la que se puso a pensar y yo le seguí la corriente. Todo esto mientras seguía viaje en el Metro.

La conocí en el cumpleaños de un amigo. Era una muchacha muy sexy, muy bonita, mucho para mí, pensé cuando me la presentaron.

En esa fiesta conversamos toda la noche y al finalizar la velada nos dimos los teléfonos. Yo estaba feliz.

Una señora cargada con dos grandes bolsas se sentó aparatosamente a mi lado, lo que me hizo salir un par de segundos de mis recuerdos. Por qué mierda esta vieja, se sienta a mi lado, si el carro esta lleno de asientos desocupados, pensé rabioso.

Recuerdo que con P. fuimos a un pub de la calle Suecia. Esa noche no me curé, ni traté de correrle mano, sólo conversamos, y reímos, fue una cita muy agradable. Fui muy caballero, y falso.

Al día siguiente me invitó a su casa, vivía sola. Nos tomamos una copa de vino, luego otra y por fin nos besamos. Recuerdo que se estremecía cuando yo mordía suavemente su cuello. Al rato, me tomó la mano y me condujo hasta su dormitorio. Nos quitamos la ropa, fue en ese momento cuando comenzaron los problemas. De golpe, mi excitación se esfumó. El día anterior ella me había contado que había salido un par de veces con Indio, un fornido moreno balarín de axé, no sé si lo recuerdan, el del grupo Porto Seguro. Puede que haya sido verdad, nunca lo sabré, lo concreto es que mientras la besaba no podía dejar de pensar en Indio, y en sus músculos, y en sus tatuajes, y por sobre todo en su fama, (año 2003). Imaginaba que ella estaría comparándome con él. ¿Qué pasa?, preguntó ella entre gemidos, nada, dije yo, intentando ocultar mi desesperación.

De más esta decir que esa noche no funcioné. Después de media hora, de infructuosos intentos, me di por vencido, nada lo haría ponerse de pie.

Humillado, fingí me me dolía el estómago, que estaba sufriendo un cólico y que debía irme. Me vestí y me retiré de esa casa en silencio. Nunca más la llamé, ella tampoco lo hizo. Y todo por culpa de ese bailarín ordinario.

Estación Pedro de Valdivia. Tenía que bajarme. Qué curioso, mientras recordaba a P. Valenzuela, había recorrido solo una estación.

Me levanté del asiento, la señora de las grandes bolsas se giró para dejarme pasar. Al salir del vagón, miré mi entrepierna. Yo ya lo sabía, estaba erecto, con 11 años de retraso, pero al fin erecto.

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